«Hay algo vago y evasivo en esta catedral construida con ambición —escribió Rilke de la Giralda—, un espíritu de superación que también quiere superar a Dios y, en cierta medida, apoderarse de Él desde arriba». Esa sea quizá la tentación permanente de la Iglesia: creer que es capaz de apropiarse del misterio de la relación de Dios con el hombre. Como si de repente hubiera ya entendido todo mejor que Dios y pudiera resolver el problema de la historia de una manera más efectiva. Esa es la tentación del Gran Inquisidor de Dostoievski, que el comunismo secularizó: volveríamos a matar a Cristo, que no entendió nada cuando rechazó someter el mundo a través del poder; las gentes lo que necesitaban no era libertad, sino control. La libertad es demasiado arriesgada.
Esa llaga está en el origen de la Iglesia. Ella nace de la cruz, a la que se llega a través de tres traiciones. Desde un punto de vista humano, la Iglesia nace del beso de Judas, del miedo de Pedro y del sueño de los apóstoles, como ha mostrado Recalcati en su último libro, La noche de Getsemaní (Anagrama, 2024). Los apóstoles no entendieron a Jesús: Judas quiso sustituirle por una causa política, Pedro se creyó capaz de superar sus incoherencias y los demás no aguantaron la tensión de tanta libertad. Poder y adormilamiento es lo que caracteriza a la Iglesia en su origen humano.
Sin embargo, Cristo no renuncia a su misión, la de recuperar la unión, perdida desde el paraíso, entre el deseo y la ley. Ese es el misterio de la historia, que solo se resuelve en el drama personal de cada uno. Nada ha preocupado tanto a Recalcati como esto. Incluso sin fe, ha querido enseñar a sus hijos a rezar por este motivo: «He decidido, con el acuerdo de mi mujer, enseñar a mis hijos a rezar porque la oración preserva el lugar del otro como irreductible al del yo […] el misterio de lo que, simplemente, existe». La misión del Padre, y de todos los padres, es la de llegar a conciliar la voluntad divina con el deseo de su Hijo. Esto es, que el Hijo comprenda y asuma que el deseo se realiza y se cumple solo en la vida que el Dios creó para Él: «Su obediencia a la ley coincide con la obediencia a su propio deseo, […] el deseo más radical del sujeto, que coincide con la alteridad del destino que habita en él, es decir, con su encomendarse al Otro». Ningún poder puede sustituir el drama de la libertad, que es el misterio de la historia personal del hombre y Dios.