Puede que, aun siendo la hermana mediana de Hermanos de sangre y The Pacific, Los amos del aire, producida por los maestros Hanks y Spielberg y que uno puede disfrutar en Apple TV, sea una de las series que más he gozado en los últimos meses. Cualquiera que tenga hermanos sabe que nunca está libre de comparaciones y que está arquetípicamente condenado a heredar la ropa de sus mayores, en caso de ser el menor, o a velar y proteger al renacuajo, si se es el mayor. El del medio se queda siempre en esa virtud aristotélica del punto medio, de la equidistancia, del saber dónde tiene que estar. Y eso es lo que le pasa a Los amos del aire: sabe dónde tiene que estar.
Lidiando con las vicisitudes de combatir a 25.000 pies de altura —unos 7.500 metros al cambio— sus episodios nos cuentan la historia del 100º grupo de bombarderos de la Fuerza Aérea norteamericana, el Bloody Hundredth, y de esos pilotos que se jugaron y dieron sus vidas en los cielos de Europa durante la Segunda Guerra Mundial. Tienen sus capítulos, decía, la dosis justa, el ingrediente en la precisa medida, para emocionar, darnos sonrisa y lágrima, confundir, enseñar, hacer reflexionar y presentar unos personajes que, quizá no tan inolvidables como los de su hermana mayor, se nos hacen invencibles y ejemplo. Además de todo lo que ha de tener una buena cinta bélica: combates —claro—, uniformes, una banda sonora épica y exquisita, victorias, derrotas y, sobre todo, compañerismo y amistad.
Es por eso que, viendo Los amos del aire, uno se arriesga a descubrirse con el irresistible nudo en la garganta que aparece al ver que, cuando uno de los aviones del grupo es alcanzado por el enemigo, un buen comandante decreta que nadie se queda atrás. Y esto no es más que un recuerdo de que, cuando un torpedo nos alcanza en la línea de flotación o un antiaéreo hace trizas tres de los cuatro motores que nos permiten volar, existen cosas que nos hacen experimentar ese nunca sentirse abandonado.