Lo que siempre vive - Alfa y Omega

Una tesis doctoral no se acaba, se abandona. Con esta sentencia me he espoleado en estos años de estudio, para evitar que las correcciones de cada capítulo se eternizasen. Pero la verdad de la frase se ha desvelado en el momento de la entrega: al imprimir y consignar el texto lo he abandonado a su suerte; ya no puedo cambiar ni añadir nada. Pensaba que esto me liberaría, pero ha ocurrido todo lo contrario. En un extraño síndrome de Estocolmo, siento que el texto me lastra como nunca. Porque ahora tengo que defender lo que en el fondo tuve que dar por perdido; me toca cargar con el muerto.

En realidad, tengo esa experiencia con cada artículo que escribo. Donde mi pensamiento fijado con tinta se me vuelve extraño: la mente fluye, pero la letra se entierra en el papel para siempre. Lo que se escribe inevitablemente queda demasiado corto y estrecho respecto de lo que se piensa y vive. Mañana podría pensar distinto; pero lo escrito, escrito está, con una estúpida pretensión de eternidad. Algo así debió de llevar a santo Tomás de Aquino a querer quemar toda su obra. ¡Qué no habría hecho con la mía! «La letra mata», escribió el primer autor del Nuevo Testamento. Y a Jesús y Sócrates los quemaba tanto la vida que nunca dejaron nada por escrito.

En estas cosas pensaba a mi vuelta de Roma, mientras veía arder una falla en Valencia el día 19 de marzo. Durante todo el año, los maestros falleros crean grandes esculturas con las que critican al poder y la sociedad. Pero esas figuras deben ser siempre reducidas a cenizas. Por ello, esta conflagración fallera anual es muy educativa: no es inteligente tomar demasiado en serio las propias ideas, porque todo lo que pensamos pasa incluso más rápido que nuestras vidas; así que más vale quemarlo cada año para abrirse a lo que todavía vive. Todas nuestras grandes ideas sobre lo que hemos vivido deben pasar por el fuego, para que la vida siga. Solo llega a descubrirse lo que todavía vive cuando se hace el esfuerzo de quemar y dar por inútil lo que con mucho sacrificio se ha pensado y vivido hasta ahora.

Esta imagen de las Fallas contrasta con la opuesta de la Semana Santa: «En las Fallas el material creado se pierde cada año, mientras que aquí se conservan las tallas de madera para siempre», me hizo notar Francisco el año pasado en el balcón de su casa, al ver pasar los pocos pasos que salieron por la lluvia. En Sevilla la conservación está por encima de todo y, si llueve, las cofradías «no tienen derecho a desmejorar sus incalculables pasos por mucha gana de salir» que tengan, ha escrito Jorge Bustos en esa bella recapitulación de crónicas que ha titulado La pena alegre (Espuela de Plata, 2025). Por eso, «la miserable contingencia política en ningún sitio es tan evidente como en Sevilla […] Sevilla no se ha movido del Siglo de Oro […] Por flamenca, por torera, por cofrade, a Sevilla no se la permite moverse un centímetro de su lugar del cosmos». Las Fallas son la celebración de lo que pasa, de lo que está en boga. Pero para apurarlo y consumirlo. La Semana Santa es la celebración de lo que permanece.

Con todo, las Fallas y la Semana Santa no se oponen, sino que su contraste es tesis y antítesis de la síntesis española. Solo los que, con san José, queman por inservibles sus ideas preconcebidas en la madera, pueden descubrir el misterio que permanece en el leño sufriente de María y Jesús. Las Fallas son la práctica cuaresmal de España que se libra de lo que debe dejar marchar, para buscar en el fuste de la Semana Santa lo que lo único que salva.

De ahí el agotador afán de Bustos por encontrar los adjetivos en sus textos, porque «quisiera ser preciso, y narrar sin clichés lo que ha pasado» en esos días narrados. Porque el acontecimiento se resiste a la escritura, como la carne desborda la madera y la fe trasciende el credo: «El pueblo no se conmueve con el dogma, sino con las mejillas hinchadas de la madre dolorosa».

«No es lo mismo religión que religiosidad», sentencia Bustos. Pero hasta el más ateo de los sevillanos sabe que no puede desprenderse de la religión que vio nacer su religiosidad popular. Sin saber cómo ni por qué, el cofrade ateo nunca negará que son la Virgen y Cristo quienes incendian su corazón. Que no bastan un hijo y una madre cualquiera. Lo sabe Valencia que ha visto arder este año tantas figuras de la DANA: porque no por mucho aferrarnos al dolor nos serán devueltos nuestros muertos. Debemos dejar que el fuego los consuma. Solo en el corazón de las vírgenes dolorosas de madera pervive una última lumbrera de esperanza, la de la vida que siempre todavía nos queda, la de «los vivos que están hartos de dejarle a la muerte su última palabra». Solo la carne de esta madera sirve a la combustión del Espíritu que, sin dejar de morir, vive para siempre.