Domingo de lluvia primaveral. De esos que te calan hasta los huesos. Paseo vespertino por la calle Embajadores, con premura, con la prisa de los niños inquietos que van a descubrir el mar. ¡Eh, que hay que parar! Toca giro a la izquierda, que ésta es la calle Palos de la Frontera. Y avanzar con la sonrisa en los labios y los ojos expectantes. ¡Ahí es! ¡Veo el cartel! Y me adentro en una sala que te da la bienvenida con algunos adelantados que ya degustan una taza humeante. Huele a magdalenas y a hogar. El olor sale de la puerta lateral, que te lleva hasta un café, también de Nave 73, donde te sientes como en casa. Para hacer tiempo o para comentar las mejores jugadas a la salida de la obra.
Dos pasos más, y la sonrisa de Álvaro ilumina la tarde gris. Ya mereció la pena mojarse gracias a este esquizofrénico mes de mayo. Mirar a Álvaro te hace recordar la importancia de amar tu trabajo, te hace disfrutar del entusiasmo de aquel que, apenas 15 días antes, vio, junto a Alberto y Rocío, su sueño recién pintado. El de una sala de teatro donde acoger a aquellos que conocen la belleza y saben transmitirla.
Otros dos pasos, y el escenario te invade. Una sala amplia, diáfana, sencilla, limpia. Con unas gradas como escenario y cojines, por si el trasero se te queda algo convaleciente durante la representación —las gradas son gradas, sin más. Quizá algún espectador eche de menos un respaldo o el mullido butaquil—. Y da comienzo el espectáculo.
En este caso es Línea de flotación, de Beluga Teatro, una de las obras elegidas para inaugurar Nave 73. Y aquí empieza lo bueno: conoceremos a 16 personajes, representados únicamente por tres actores. Y qué pedazo de actores, oigan. Rafael Díez-Labín, Andrés Bernal y Diego Santos. Qué bien durmieron esa noche. Os aseguro que jamás había visto semejante capacidad de creación actoral.
Con ellos nos adentraremos en el crucero de Royal Luxury Internacional, donde hay pasajeros de primera… y de segunda; y trabajadores de primera… y de segunda. Conoceremos a Albaizeta, al Ruzo y a Mc Márquez, que nos recordarán que el trabajo debe ser un derecho para el hombre, pero no una esclavitud. Y nos enseñarán que el hombre se transforma en un lobo para el hombre cuando tiene poder, y cuando lo pierde, agacha las orejas y vuelve a ser carne y alma, y vuelve a necesitar al otro.
También subirán a bordo Esperanza y José Ignacio, una pareja de recién casados con los típicos tópicos problemas entre hombres de Marte y mujeres de Venus —que si hacemos siempre lo que tú quieres, que si no me escuchas, que si es blanco me gusta negro y si es rojo lo prefiero amarillo—. A primera clase también llegarán una madre recta, seria y sobreprotectora con su hija, adulta pero dependiente del carácter recio de su progenitora. Su lucha de poderes, sus emociones hipotecadas y su relación insana serán protagonistas de algunas de las mejores escenas de la obra. Finalmente, nos encontraremos con un grupo de adolescentes que suben a un barco por vez primera, y con un náufrago que monta su casa en una isla hecha de los deshechos que los trabajadores del barco hacen desaparecer en alta mar.
El escenario es siempre el mismo. Y es minimalista. Consiguen recrear cada escena con cuatro barrotes, dos cajas y una vela hecha de tela de saco. Pero ojo a lo que les voy a decir: no queda cutre. Ni mucho menos. Al revés, son capaces de que entres en cada historia y salgas en un abrir y cerrar de ojos, para dar paso a la siguiente.
Rafael está sublime haciendo de trabajador inmigrante estonio. Pero lo más excelso es que sólo con quitarse el gorro y ponerse un chaleco se convierte en Esperanza, la recién casada tiquismiquis. Y te lo crees. Y te crees que Andrés sea José Ignacio, el marido enamorado, y a los pocos segundos sea la hija reprimida que terminó convirtiéndose en psicóloga para canalizar toda la angustia vital provocada por su madre ayudando a los demás. Ya que ella no es capaz de ayudarse a sí misma.
Qué espectáculo, qué clase de teatro, qué versatilidad de actores que bailan, cantan, tocan instrumentos musicales, hacen reír, que te hacen creer que estás en medio de una catástrofe -y no avanzo más, para no destripar-, que te hacen volverte niño y ver gigantes dónde sólo hay molinos de viento.
Tengo una pega. Sólo una. Ojo, que es la visión humilde de una espectadora -que para gustos los colores-. Y quizá sea por una cuestión personal de buscar siempre el «más allá». Le pongo un diez en la forma, pero me queda un poco desvaído el fondo. Me espero mucho de la primera mitad de la obra, de los personajes, de sus vidas, de sus historias, de lo que me van a contar. Pero el final desaparece un poco entre las olas. El guión, que podría aspirar a mucho, en ocasiones —ojo, sólo en algunas ocasiones, recalco— se queda en un continente para mostrar las grandes aptitudes de los actores. Salí sintiendo que, al menos para mí, tienen que ir de la mano. Son muchas historias, es un ritmo frenético el de la obra, no cabe nada más, lo sé. Es imposible. Pero tengo que pedir, no lo puedo evitar. Quiero saber si en esos meses de espera, la hija comprende a su madre. Si José Ignacio se ama más a sí mismo que a Esperanza, o sólo es miedo lo que siente. Esos adolescentes… o Albaizeta… Eso sí, algo me queda cristalino. Cuando el futuro es incierto, estar juntos es el único faro que guía a una tripulación sin rumbo.
Olé por Beluga Teatro. Difícil gesta a la que se ha enfrentado. Mérito de sobra para aplaudir a rabiar.
★★★☆☆
Calle Palos de la Frontera, 5
Embajadores, Palos de la Frontera
OBRA FINALIZADA