Libia, donde mueren los derechos humanos
Esclavitud, violación, tortura, extorsión y un sinfín de vejaciones componen la funesta lista del sufrimiento que atraviesan quienes solo buscan un futuro mejor fuera de sus hogares pero tienen la desgracia de caer en Libia, un país a merced de mercaderes de carne humana
«Dos chicos fuertes y jóvenes para trabajar en el campo. 400. 700. ¿700?, ¡800!». Dos hombres acaban de ser vendidos por 800 dólares en Libia. Es el contenido del escalofriante vídeo hecho público hace menos de un mes por la CNN, donde se muestra una subasta de seres humanos. En seis minutos desvelan lo que parecía un secreto a voces que pocos querían creer: un relato de violación sistemática de los derechos humanos, de encarcelamientos sumarios y de torturas.
Ya lo denunció en el mes de abril la Organización Mundial para las Migraciones en un informe elaborado gracias a varios testimonios que hablaban de «mercados de esclavos» en el país. Fue particularmente útil el de un muchacho senegalés que ofreció todo lujo de detalles de su odisea. Al llegar a Libia fue vendido y encarcelado en una casa con otras 100 personas a las que los traficantes extorsionaron para que sus familias pagaran el rescate. Al teléfono, hacían escuchar a las madres cómo los torturaban. Este joven no pudo conseguir la totalidad de la suma que le exigían y, para evitar más palizas, se ofreció como intérprete de sus secuestradores hasta que fue vendido a un ghanés. Los detenidos que no eran vendibles o no lograban una vía de escape eran asesinados o morían de hambre.
Cruzar Libia es obligatorio para los migrantes subsaharianos que desean llegar a Europa. Con la ruta balcánica y el paso entre Turquía y Grecia bloqueados, el camino libio proporciona pingües beneficios a los traficantes de seres humanos. Allí recalan miles de migrantes que acaban detenidos por las autoridades o por grupos armados, aunque entre unos y otros los límites están muy desdibujados. El Gobierno solo controla unos 30 centros de internamiento –en su mayoría en Trípoli y alrededores–, de las decenas que hay en el país. En los gestionados por las milicias se comercia con la vida humana por un puñado de dólares.
«El cuerpo de un torturado grita»
«Los testimonios que hemos recogido nos cuentan que en una cárcel libia los detenidos no son tratados como seres humanos sino como bestias. Allí no son ni esclavos. Se les reduce a un estado animal», explica Donatella Parisi, portavoz del Centro Astalli de Roma, una estructura asistencial para migrantes dependiente del Servicio Jesuita a los Refugiados y que, solo en la Ciudad Eterna, atiende a 21.000 refugiados al año. «Nos explican que hasta 40 hombres podían permanecer detenidos durante semanas hacinados en habitaciones pequeñísimas, sin higiene, apenas sin poder moverse y casi sin ver la luz. En el mismo sitio donde dormían o comían tenían que hacer sus necesidades».
Los relatos de cuantos escapan de estos lugares y consiguen llegar a Europa son similares. Describen un mismo abismo en el que la palabra más repetida es tortura. «No tenemos certeza del horror que se está consumando en Libia. Sabemos poco, conocemos la punta del iceberg pero no sabemos cómo es de grande», asegura la doctora Maria Stella D’Andrea, médico legal y criminóloga clínica que, desde hace 26 años, se ocupa de rehumanizar a las víctimas de tortura. «El cuerpo de un torturado grita. Es más, hay torturas tan angustiosas que van más allá de las heridas corporales: son las de la mente y del corazón», resume esta experta que trabaja con las almas rotas de personas a las que se les ha arrebatado hasta el último gramo de dignidad. Y añade: «Cargan además con un gran sentido de culpa por haber sobrevivido. Se sienten amasijos de carne».
Las mujeres, doblemente víctimas
En este escenario dantesco, las mujeres son víctimas por partida doble. «Nos han contado situaciones terribles: palizas, hacinamiento, violaciones, ensañamiento especial con las mujeres no musulmanas, venta de una milicia a otra…», la enumeración de atrocidades que hace Riccardo Noury –portavoz de Amnistía Internacional en Italia–, coincide plenamente con la de otros organismos que también recopilan testimonios de supervivientes. «Sabemos de mujeres que emprenden el viaje tomando anticonceptivos porque tienen la certeza de que serán violadas. Saben que su carne será carne de matadero». lamenta la doctora D’Andrea. Su tarea requiere de un especial tacto para reconstruir los cuerpos en mil pedazos de los torturados: «Como médico toco donde ha tocado el violador. Por tanto, tengo que lograr que perciban mi gesto como algo distinto, como un gesto sanador», explica.
Saben cómo va a ser la travesía y, aun así, asumen el riesgo de emprenderla. Por mucho que parezca un sinsentido, la motivación de estas personas es tan sencilla como desgarradora: «La opinión pública no entiende por qué se empeñan en venir si el viaje es tan terrible. La respuesta es que para estos inmigrantes no existe la posibilidad de quedarse en sus hogares porque allí se juegan la vida, les caen bombas del cielo, a sus casas entran los soldados para matarlos… Son lugares imposibles para vivir donde, sobre todo, no pueden permitir que vivan sus hijos», asegura la portavoz del Centro Astalli.
En la Libia pos-Gadafi se conjugan varios elementos que han alumbrado un auténtico campo minado para los derechos humanos. En primer lugar, no reconoce la convención de la ONU de 1951 sobre el estatuto de los refugiados y solicitantes de asilo. Tampoco existe una cultura de respeto a los derechos básicos. Desde tiempos del dictador se denuncian estas detenciones ilegales y trato vejatorio pero la opacidad de la dictadura libia no permitía que la verdad saliera a relucir. Una vez muerto el tirano, el país es un reino de taifas con milicias enfrentadas y un Gobierno, el de Fayez Al-Serraj, considerado legítimo pero débil y corrupto (hay otros dos gobiernos paralelos en liza). En definitiva, un Estado fallido que, paradójicamente, muestra con mayor claridad que el régimen anterior el resultado de la absoluta ausencia de respeto a la dignidad humana.
Muerte o rescate en el mar
Si el desprecio a la vida es total en tierra firme, la situación no es muy distinta en el mar. El dorado para estos migrantes es Europa, y su puerta de acceso, Italia, a menos de 300 kilómetros de Trípoli. Es una distancia relativamente corta por mar pero que supone un suicido cuando se confía la vida a unas precarias embarcaciones, de goma en su mayoría. Los traficantes mandan a los migrantes, a veces a punta de pistola, en estos hinchables de la muerte –que durarán a flote solo unas horas–, porque saben que serán rescatados por los barcos de socorro o interceptados por los de la Guardia Costera libia.
2017 concluirá con más de 3.000 cadáveres en el Mediterráneo y menos llegadas de embarcaciones hasta Italia desde las costas libias. El apoyo económico y logístico de la Unión Europea e Italia al Gobierno libio en la lucha contra el tráfico de personas y en la atención a las necesidades de los migrantes se ha revelado como una medida eficaz para sellar la ruta libia. La Guardia Costera del país es libre de interceptar cualquier barcaza y devolverla a las costas. De este modo, las llegadas a Italia se han desplomado. De julio a octubre se registraron un 70 % menos en comparación con el mismo período de 2016, según la OIM. «Ahora que las salidas se han reducido, la dificultad de obtener los testimonios es mayor. Es uno de los objetivos colaterales de esta política de contención, impedir la denuncia. Las ONG del Mediterráneo, además de cumplir con su indispensable función de salvar vidas humanas, también recogían los testimonios. Ahora que casi no hay rescates, tampoco hay posibilidad de escuchar estas voces», denuncia Noury desde Amnistía Internacional.
La ONG SOS Méditerranée continua trabajando en alta mar. Desde un teléfono satelital, cerca de las costas libias, Nicola Stalla relata a Alfa y Omega un episodio en el que fueron testigos de cómo la Guardia Costera libia, en lugar de socorrer una embarcación a rebosar, amenazaba con armas y confiscaba todas sus pertenencias a sus ocupantes: «En el momento en que son interceptados por la guardia estas personas están dispuestas a tirarse al mar con tal de no volver al infierno del que huyen. Lo que viven en Libia es indescriptible», afirma Stalla que desvela otro dato inquietante: el hecho de que, en ocasiones, no tienen la certeza de que esa guardia libia sea la que está bajo el auspicio de Italia, o sean naves que responden a otros intereses. «Si se hacen acuerdos con sujetos no estatales cabe pensar que sean sujetos poco fiables, personas que quizá minutos antes se han vestido con un uniforme para parecer policías de frontera y no traficantes de seres humanos. Lo que se debería hacer políticamente y, es lo que Amnistía Internacional solicita, es que no se hagan acuerdos con esta Libia en materia de inmigración», aclara Noury. Idéntica es la solicitud del Centro Astalli y la doctora D’Andrea concluye: «Estas son elecciones políticas que tienen un precio y un color. Ese color es el de la sangre».