Lección de dignidad
Ojalá hablásemos más de la cultura de los pueblos africanos y no solo de las desgracias que les acaecen
Madagascar sufre una sequía espantosa desde hace más de cuatro décadas. Sus más de 27 millones de habitantes padecen unas condiciones de vida terribles. El PIB per cápita en 2020 era de 413 euros por persona. El Índice de Desarrollo Humano sitúa a los malgaches entre los que peor calidad de vida tienen en todo el planeta. Este país, cuya población es, en su mayoría, cristiana, está atravesando un momento dificilísimo. El mes pasado la tormenta Ana golpeó a la isla africana. Dejó 58 muertos y más de 130.000 afectados. Hace apenas diez días, el ciclón Batsirai arrasó la isla. Ha matado a 80 personas y unas 100.000 han perdido su hogar. UNICEF calcula que otras 75.000 necesitarán ayuda humanitaria. Se diría que la naturaleza ha resuelto ensañarse con esta isla, que ha alumbrado una de las culturas más bellas y ricas de toda África.
¡Ay! Ojalá hablásemos más de la cultura de los pueblos africanos y no solo de las desgracias que les acaecen. Yo no sé cuántas recetas con arroz tienen los malgaches. No estoy seguro de que nadie lo sepa, pero todas son deliciosas. Me quito el sombrero ante el romazava, que salpica con tomate la carne de cebú servida sobre un lecho de arroz blanco y hojas verdes. Yo quisiera bailar como estos africanos de la isla que saltan sin descoyuntarse en el festival Akory Ialahy, que suele celebrarse en junio. A mí me gustaría mucho contar historias como las cuentan ellos. En una tierra que respeta a los mayores, la memoria se transmite en cuentos y sucesos. Ya estarán contando la tragedia de estos azotes terribles que les inflige la naturaleza.
Así, como se ve en la foto, han quedado las casas en Mananjary, en la costa oriental de Madagascar, después de que el ciclón Batsirai pasase por allí el pasado 7 de febrero. Ya ven a las mujeres y a los niños entre las ruinas. Ese niño nos mira. Sostiene una rueda. Parece de una bicicleta, pero no de esas infantiles, sino de una de mayores. Quizás alguien la utilizaba para ir a trabajar, o llevaba al niño en ella al colegio. Está muy serio y no es para menos. Este chaval debe de haber visto ya muchas cosas. Sin embargo, no llora. En medio de la tragedia, parece extrañamente tranquilo. Al niño de detrás –pantalón corto, descalzo, sin camiseta– le hace menos gracia que le fotografíen. Igual ya está un poco harto de tanto periodista y tan poca ayuda. Tal vez sabe que algunos periodistas vienen y van. La verdad es que, cuando todo se tuerce, el único que no se va, el único que se queda sufriendo junto a los que sufren, es Cristo mismo.
Pero hay algo en estos rostros que me inspira un profundo respeto. Estos dos niños tienen una dignidad que sobrepasa la ruina que los rodea. Quién sabe si ese niño ya está pensando en ayudar a algún mayor a arreglar la bicicleta. Puede que esas mujeres ya estén meditando sobre el día después, sobre cómo salir adelante, sobre cómo seguir viviendo en medio del desastre.
Esa dignidad es el pliego de cargos más severo y doloroso contra el primer mundo. Algunos solo se acuerdan de África cuando hay una tragedia, pero la olvidan cuando trata de avanzar, de exportar, de integrarse en el comercio mundial. Hablan mucho de problemas como la pobreza o la corrupción, y muy poco de la cultura y la historia de estos pueblos. Este niño que sostiene con decisión esta rueda parece negarse a ser sujeto pasivo de un drama. Con su poca fuerza está tomando, a su modo, el futuro en sus manos. Necesitan ayuda, pero tienen humanidad y dignidad como para hacer transfusión a un mundo opulento y vacío. Hay algo de Cristo crucificado –pero también de Cristo victorioso– en este pueblo que se resiste a que la muerte tenga la última palabra.
Hay que ayudar a este niño, pero con respeto. Lo mismo nos termina socorriendo también él a nosotros.