Laurence Freeman: «La Iglesia está llamada a sanar enseñando a contemplar»
El director de la Comunidad Mundial para la Meditación Cristiana defiende la meditación como «nuestra más genuina tradición» y pide más silencio en las celebraciones
La palabra «meditación» tiene connotaciones negativas en algunos ámbitos de Iglesia. ¿Por qué?
Meditar es rezar y solo hay una plegaria, la oración de Cristo. Cuando rezamos, lo que hacemos es unirnos a su oración, ser uno con Él. La oración es como una rueda con muchos radios, pero todos se encuentran en el centro, que es el Señor. En ese lugar hay también una quietud, igual que en el interior de un huracán reina la calma. No hay que tener miedo a la palabra «meditación». Me sorprende que muchos católicos se sientan amenazados, porque está en nuestro vocabulario desde hace más de 1.000 años.
A algunos les suena como a algo oriental, extraño a nuestra tradición.
Volvamos al principio, a los primeros siglos de la Iglesia: allí encontraremos que la meditación formaba parte de la vida de los primeros cristianos. Esta palabra tiene un sentido discursivo por el que leemos la Escritura, reflexionamos, nos hacemos propósitos, etcétera. Y también tiene un sentido no discursivo, por el que dejamos marchar las palabras, las imágenes, los pensamientos y la imaginación, y así llegamos al regalo de la contemplación, el disfrute sencillo de la Verdad. En este sentido, cuando meditamos no estamos pensando acerca de Dios, sino que estamos siendo con Dios de manera plenamente consciente. Este es el corazón de la espiritualidad cristiana y nuestra más genuina tradición. La oración contemplativa nos lleva de la mente al corazón. ¡Nadie en la Iglesia oriental tiene problemas con esto! Ellos conocen bien lo que en la Iglesia en Occidente hemos olvidado: la oración del corazón, la oración del nombre de Jesús.
¿Cómo puede la meditación potenciar nuestra forma de vivir la Eucaristía?
Cuando era joven, la Misa me parecía un ritual cultural. Años más tarde, cuando empecé a meditar, se me hizo más evidente lo que dice san Pablo sobre que «es Cristo quien vive en mí». Comencé a entender la Eucaristía, signo visible de una realidad invisible, la de Cristo en nuestros corazones. Vivida de esta forma, la Misa se vuelve más profunda y más plena, una auténtica experiencia espiritual. La presencia real de Cristo en el sacramento es la misma presencia real de Cristo en nuestro interior. En nuestra comunidad tenemos un periodo de meditación en silencio después de comulgar, antes de terminar la celebración. Por eso, cuando estoy en otras celebraciones, me choca mucho que después de la Comunión —el momento más precioso de intimidad con el Señor— no haya nada de silencio: la gente se pone a cantar y todo termina enseguida. ¡El Misal pide expresamente que haya un silencio tras la Comunión! No dice cuánto tiempo, pero seguro que son más de cinco segundos.
Nacido en Londres, de joven estudió Literatura para convertirse en escritor, luego se pasó al sector de la banca y llegó a trabajar en Naciones Unidas. Finalmente se hizo benedictino y en el monasterio conoció a John Main, fundador de la Comunidad Mundial para la Meditación Cristiana (WCCM por sus siglas en inglés). Hoy vive en el centro de la comunidad en Bonnevaux (Francia), y viaja por todo el mundo dando conferencias y enseñando a meditar. La semana pasada estuvo en España.
¿Es esto solo para sacerdotes, religiosos y religiosas? ¿O también para laicos?
Para todos. Enseñar a meditar a los niños es muy fácil, porque ellos están más cerca de la realidad mística; de hecho, todos hemos nacido contemplativos. Por el contrario, el público más difícil para hablar de meditación es el de los sacerdotes [risas]. Con todo, la gran mayoría de la gente que medita que conozco son laicos, personas con vidas ocupadas que tienen que luchar por incluir la meditación en su día a día. Hay una llamada universal a la santidad y una llamada universal a la contemplación. El futuro de la Iglesia católica y del cristianismo pasa por restaurar la práctica contemplativa en la gente, algo que es una asignatura pendiente. Por ejemplo, hace poco una madre me escribió para contarme que la escuela de su hijo —un colegio católico— había implantado un programa de mindfulness. Me preguntaba si la Iglesia estaba en tal bancarrota espiritual como para reclamar la ayuda del mindfulness o del budismo.
¿Qué trae la meditación a la gente, incluidos los no creyentes, en este contexto en el que se han disparado las enfermedades de salud mental?
Muchas personas buscan paz y respuestas en el mindfulness y en otras tradiciones religiosas. ¿Por qué no acuden a su iglesia más cercana? Quizá piensan que solo les puede ofrecer un culto ritual, algo que no toca sus vidas. ¿Y si las parroquias fueran también un lugar donde recibir apoyo para aprender a meditar? La situación hoy es muy grave y la Iglesia está llamada a sanar a la gente enseñando a contemplar, sirviendo de hospital para muchos que están perdidos, independientemente de si son creyentes o no. Como una especie de Cáritas, ofreceremos sanación de la mente y del corazón; de hecho, la Eucaristía es un sacramento de sanación.
¿Cómo empezar entonces?
Siéntate, quédate quieto, cierra tus ojos y empieza a repetir en tu mente y en tu corazón una palabra sagrada. Yo sugiero «maranatha», que significa «ven, Señor». Es la primera oración cristiana y en el lenguaje que hablaba Jesús, con lo que hay ahí una conexión. Vendrán distracciones, pero si vuelves humildemente a la palabra empezarás a sentir algo diferente, la paz de Cristo. También puedes contactar con grupos de meditación cristiana, presenciales y online, que te ayudarán mucho.