Las tres parábolas de la misericordia - Alfa y Omega

Las tres parábolas de la misericordia

24º domingo del tiempo ordinario / Evangelio: Lucas 15, 1-32

Juan Antonio Ruiz Rodrigo
El regreso del hijo pródigo de Bartolomé Esteban Murillo. National Gallery de Washington (Estados Unidos). Foto: Lawrence, OP.

En este domingo XXIV del tiempo ordinario el pasaje evangélico de Lucas 15 nos presenta las tres grandes parábolas de la misericordia divina. Cada relato evangélico es un retrato de Jesús, que es el verdadero Evangelio. La Sagrada Escritura es fundamental, pero no es propiamente el Evangelio, sino un reflejo parcial, escrito, de ese Evangelio, que se llama Jesucristo, y la Escritura nos tiene que conducir a encontrarnos con Él personalmente. Ciertamente, la imagen de Jesús que nos presentan Marcos, Mateo, Lucas y Juan es el mismo Jesús, pero cada uno tiene sus propios matices. Así, hay un momento en cada Evangelio que es como su gozne, y en esa parte es donde el evangelista elige y selecciona lo que para él es el punto clave del seguimiento. De este modo, Lucas pone en el capítulo 15 la cumbre de su predicación: la misericordia. Es el centro de su Evangelio.

¿A qué responden estas tres parábolas que se nos presentan en el Evangelio de este domingo? A las primeras palabras del pasaje: murmuran contra Jesús porque acoge a los pecadores y come con ellos. De este modo, las parábolas son la respuesta a esa crítica que le hacen. ¿Y qué revelan esas tres parábolas? La paternidad divina, y la misericordia como cualidad central, básica y total de esa paternidad.

El contexto de esta enseñanza de Jesús en parábolas está constituido por el comportamiento hacia Él, frente a su acción y su predicación. Los recaudadores de impuestos y los pecadores se sienten atraídos por Jesús y acuden a Él para escucharlo, mientras los «justos», los observadores escrupulosos de la Ley, denuncian con desprecio: «¡Este hombre acoge a los pecadores y come con ellos!». El tema de esta respuesta es significativo: la comunión que se establece en la mesa, comiendo juntos, compartiendo la misma comida.

En los Evangelios, Jesús está con frecuencia en la mesa, invitado por amigos o incluso por fariseos y pecadores, y nunca nadie ha sido excluido de su mesa. Comer juntos fue para Jesús un acontecimiento lleno de significado, una fecunda posibilidad de comunión, de conversión, de reconciliación. Esto lo demuestra la multiplicación de los panes en el desierto (cf. Lc 9, 10-17), signo profético de un banquete nupcial al que todos serán llamados y nadie excluido. Jesús quiere llegar a los pecadores donde estén y ser alcanzado por los pecadores donde esté Él, porque era consciente de que su santidad, al entrar en contacto con el pecado, lo aniquilaba y producía el perdón de todas las culpas.

De hecho, algo puede suceder en la mesa: a través de la comunión de alimentos y una comunión no solo de palabras, sino de pensamientos y sentimientos, el Espíritu de conversión y de renovación pueden actuar. Precisamente por eso Jesús no se quedó en el desierto como Juan Bautista, sino que optó por entrar en las ciudades y en los pueblos, en las casas de la gente, para sentarse a la mesa con los hombres y mujeres, justos y pecadores, con los que se encontraba su camino como anunciador del Reino. Su libertad, el dar la mano a personas perdidas según la Ley, el ponerse al lado de aquellos que están descartados y condenados por la opinión pública, ¡Sí, la misericordia infinita de Dios escandaliza más a los hombres que su justicia! Los religiosos no podían tolerar el comportamiento y las palabras de Jesús, que nunca juzgaba a los que estaban en condiciones de pecado, de tal manera que condenando el mal y el mismo pecado, anunciaba también el perdón y la reconciliación gratuita con Dios.

Así, el pasaje evangélico nos presenta varias parábolas llamadas parábolas de la misericordia. En primer lugar escuchamos la parábola de la oveja perdida que es llevada después al redil. Inmediatamente después de la moneda encontrada encontramos la gran parábola del hijo pródigo. La mayor enseñanza de estas parábolas se refiere a la infinita misericordia de Dios: si nuestro pecado es grande, mayor es aún la bondad de Dios.

En síntesis, Dios está siempre en busca del pecador; no es un Dios de justos, de puros, que ama solo a los que le responden consecuentemente. Dios sabe que en verdad todos los seres humanos somos pecadores, de una forma u otra, y por eso trata de hacer sentir a todos y cada uno su fiel e inmerecido amor. Él nos ofrece este amor, pero si no sabemos, o si no queremos saber, que somos pecadores, entonces impedimos que Dios venga a buscarnos. El apóstol Juan nos revela: «En esto consiste el amor, no somos nosotros los que amamos a Dios, sino Él quien nos amó primero» (cf. 1 Jn 4, 10.19).

24º domingo del tiempo ordinario / Evangelio: Lucas 15, 1-32

En aquel tiempo, solían acercarse a Jesús todos los publicanos y los pecadores a escucharle. Y los fariseos y los escribas murmuraban diciendo: «Ese acoge a los pecadores y come con ellos».

Jesús les dijo esta parábola: «¿Quién de vosotros que tiene cien ovejas y pierde una de ellas, no deja las noventa y nueve en el desierto y va tras la descarriada, hasta que la encuentra? Y, cuando la encuentra, se la carga sobre los hombros, muy contento; y, al llegar a casa, reúne a los amigos y a los vecinos, y les dice: “¡Alegraos, conmigo!, he encontrado la oveja que se me había perdido”. Os digo que así también habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse.

O ¿qué mujer tiene diez monedas, si se le pierde una, no enciende una lámpara y barre la casa y busca con cuidado, hasta que la encuentra? Y, cuando la encuentra, reúne a las amigas y a las vecinas y les dice: “¡Alegraos conmigo!, he encontrado la moneda que se me había perdido”. Os digo que la misma alegría tendrán los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierta».

También les dijo: «Un hombre tenía dos hijos; el menor de ellos dijo a su padre: “Padre, dame la parte que me toca de la fortuna”. El padre les repartió los bienes. No muchos días después, el hijo menor, juntando todo lo suyo, emigró a un país lejano, y allí derrochó su fortuna viviendo perdidamente. Cuando lo había gastado todo, vino por aquella tierra un hambre terrible, y empezó él a pasar necesidad […]. Se levantó y vino adonde estaba su padre; cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se le conmovieron las entrañas; y, echando a correr, se le echó cuello y lo cubrió de besos. Su hijo le dijo: “Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo”.

Pero el padre dijo a sus criados: “Sacad enseguida el mejor túnica y vestídsela; ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies; traed el ternero cebado y sacrificadlo; comamos y celebramos un banquete, porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido; estaba perdido, y lo hemos encontrado”. Y empezaron el banquete […]».