Las siete palabras - Alfa y Omega

¿Dejados de la mano… de Dios?

No es posible.

El santo abandono es la perfecta y amorosa conformidad con la voluntad de Dios, o sea, el camino por el que necesariamente han de avanzar las personas que aspiran a la santidad. La voluntad de Dios es, o debería ser, la regla fundamental de nuestra vida, «el plan» del bien, de lo mejor en lo que podamos pensar; cuanto más se conforma con la voluntad de Dios, más se santifica el alma, más se hace persona la persona.

Primera palabra:

«Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen» (Lc 23, 34).

Qué cómodo nos resulta ignorar el bien. Y aún más cómodo aceptar que nuestra ignorancia sea reconocida como debilidad y perdonada por el crucificado.

Jesús cumple lo que predica y, una vez más, se presenta ante nosotros como el modelo a imitar, como aquel a quien seguir. Había predicado el deber de perdonar las ofensas, aún más, el de amar a los enemigos. Lo está haciendo.

En un momento de especial confusión: la guerra en Ucrania, los chalaneos de algunos políticos con otros políticos, dando la espalda a la ciudadanía; los abusos a menores en diferentes ámbitos, incluso dentro de la Iglesia; las decisiones en función de las conveniencias; los coletazos de la pandemia provocada por la COVID-19; la primera cabalgada de la nueva contracción de la economía, con la inflación desbocada; las necesidades de ver soluciones amables en el corto plazo, aunque hipotequen el largo, caso del Sáhara Occidental… nos quejamos de las cargas que tenemos que soportar y asumimos que «tenemos derecho» a tomar partido por nuestros intereses. Contemplamos un homicidio y no queremos ver que se trata, además, de un deicidio. ¿Nos están ofreciendo el perdón a nosotros, mientras nosotros estamos estrangulando a nuestros deudores?

Pues sí, Señor, tú ves donde nosotros no vemos porque miras donde nosotros no queremos mirar. Tú miras nuestros corazones cuando nosotros miramos nuestros bolsillos y nuestras comodidades y nuestras razones.

Segunda palabra:

«En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lc 23, 43).

¿Tanto para eso? ¿De verdad creemos en la vida eterna?

Basta con que sintamos dolor de corazón para que nuestra sinceridad sea y se vea recompensada.

Nunca he sabido por qué llamamos buen ladrón al ladrón arrepentido. ¡Qué más da! Como dice la canción, la muerte no es el final. ¿Estamos dispuestos a dejarnos acunar por los brazos de un torturado, a abandonarnos en su promesa de vida y a reconocer que está esperando a que le entreguemos todo nuestro mal para que nos pague con amor nuestra humildad?

En vez de preguntarnos por qué Rusia ha invadido Ucrania o cómo es posible que haya monstruos abusadores o qué hemos hecho para merecer políticos mediocres –como si nosotros no fuésemos también mediocres– o quién es el culpable de que suba la luz o qué lata que los lineales del supermercado estén vacíos, ¿por qué no dejamos de pedir que nos salven del dolor para aprender a pedir que él nos mire y nos tenga en su memoria?

Tercera palabra:

«Mujer, ahí tienes a tu hijo. Luego dijo al discípulo: Aquí tienes a tu madre» (Jn 19, 26-27).

Para cumplir con el cuarto mandamiento de la ley de Dios hay que empezar por no esconderse. ¿Es nuestra vida lo suficientemente limpia como para que no nos de miedo acompañar a la Virgen al pie de la cruz?

Las cosas no ocurren solas. Todos ponemos nuestro granito de lo que sea. Además, las cosas «son lo que parecen». La vida no es una película de serie B.

Como decía san Josemaría, «la pureza enrecia». Quizá sea este un buen momento para sentarnos con nuestra Madre a ver la película de nuestra vida y asumir que hay escenas que nos dará vergüenza compartir con ella. Ya no se trata de hablar de rusos ni de pederastas ni de ladrones ni de escaseces: tenemos que hablar de nosotros y hacernos cargo de nuestras responsabilidades: no asumirlas, sino hacernos cargo de ellas. ¡Aguantar el tirón cuando lo que nos enseñe el espejo no sea lo que nos gustaría ver! Y poner los medios para corregirlo todo. Todo es todo.

Sufrir con el que sufre es dejarse la piel con él, desvestido de afeites, enreciados por la pureza de nuestras acciones y pensamientos. Y eso pasa por «ser todo de la Virgen María». Como buenos hijos, acojámosla en nuestra casa, cuando más nos necesita: no pensemos en nosotros, sino en ella. No pensemos en nuestras desgracias, sino en su dolor. No nos dolamos de nuestras penas… sino de la suya.

Cuarta palabra:

«Eloí, Eloí, lemá sabactaní (que significa: Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado)» (Mc 15, 34).

Palabras pronunciadas en arameo. Palabras con las que comienza el Salmo 22, la oración del justo que, acosado por todas partes, se encuentra solo, como «un gusano, no un hombre, vergüenza de la gente, desprecio del pueblo» (Sal 22, 7), de quien se burlan, a quien ningunean.

Jesús, lejos de sentir desesperación, se apoya en el único en quien merece la pena apoyarse. La segunda parte de este salmo nos habla del reconocimiento al que da paso la intervención divina: pasamos de la muerte a la vida a través de la alabanza, que no es sino la postración ante Dios, que es Rey y Señor. Jesús tiene en la mente el salmo entero… no sólo la parte que le conviene: no se trata de un recurso dramático, sino se una manifestación de confianza absoluta. ¡Eso es rezar!: «Tratar de amistad (…) con quien sabemos que nos ama».

Rezamos poco. Es decir, acudimos poco a la compañía de Dios. Nos regodeamos en el dolor, en la incomprensión, en la persecución… ¡cuánto nos cuesta asumir nuestra pequeñez y experimentar la caducidad del mundo!

«Todo lo puedo en aquel que me conforta» (Flp 4, 13).

Quinta palabra:

«Tengo sed» (Jn 19, 28).

¿No seguiría rezando Jesús el salmo 22?: «Mi garganta está seca como una teja, la lengua se me pega al paladar, me aprietas contra el polvo de la muerte» (Sal 22, 16). La sed de Cristo debió de ser espantosa por toda el agua y toda la sangre que había perdido. Ciertamente hay una sed física. Hay además una sed de salvación, una sed de Dios: ese «I thirst» (tengo sed) que se lee en todas las capillas de las hijas de santa Teresa de Calcuta.

Jesús nos pide de beber como pidió de beber a la samaritana: «Si conocieras el don de Dios y quién es el que te dice: “Dame de beber”, tú le habrías pedido a él y él te habría dado agua viva» (Jn 4, 10)… para que sepamos pedir y decir, como la mujer, «Señor, dame de esa agua, para que no tenga sed ni tenga que venir hasta aquí a sacarla» (Jn 4, 15). A Jesús le devora la sed al tiempo que llama a los que tienen sed, Jesús tiene sed de dar de beber por la sobreabundancia de su amor, arde en deseos de llenar a todas las almas y de saciarlas.

Ante la guerra, ante los abusos, ante los engaños interesados, ante las dificultades económicas, «el Señor grita que vayamos a él y bebamos si experimentamos en nosotros una sed interior».

Sexta palabra desde la Santa Cruz:

«Está cumplido» (Jn 19, 30).

Jesús, clavado en la cruz, muere por todos los pecados y vilezas de los hombres. Ha venido a obedecer y a sufrir por las barbaridades que estamos cometiendo en Europa y en África y en Asia y en América y en Oceanía: guerras, ofensas a la dignidad de las personas, latrocinios, iniquidades, hambrunas, etc. ¿Haremos como siempre? ¿Le vamos a abandonar y dejar morir en soledad?

Él cumple lo que promete. Todo está cumplido y sellado con la alianza definitiva.

¿Sabemos nosotros que los pactos están para cumplirlos?

La obediencia de Cristo no es sumisión a nadie, sino acatamiento de la voluntad del Padre. Este es el ejemplo que fundamenta nuestro «seguimiento» amoroso de Jesús. Cumplir es vivir, viviendo nuestra vida como expresión de nuestra obediencia inmediata a Dios, entendida como intimidad con el Padre, conviviendo con el que se desvivió por nosotros.

Séptima palabra:

«Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23, 46).

El vía crucis contempla aquí la duodécima estación: Jesús muere en la cruz. En el afán, único afán, de cumplir la voluntad del Padre, Jesús se entrega por nosotros:

«Está conmigo; no me ha dejado solo porque yo hago siempre lo que le agrada» (Jn 8, 29). Y, cumplida la voluntad del Padre, se abandona de manera absoluta en sus manos, en un acto de confianza suprema, libremente, iniciando el día del hombre nuevo.

No hay excusas. No quedan culpas de baratillo. No vale escudarse en invasiones ni en maldades ajenas. Sólo cabe el arrepentimiento, el abandono en el amor y el descanso. El descanso. El descanso.

Porque «todo lo puedo en aquel que me conforta» (Flp 4, 13).

¡Dios sea bendito!