Las razones de Dios - Alfa y Omega

Las razones de Dios

Alfa y Omega
El Papa Francisco, en un momento de la Vigilia de oración por la paz.

«Cuando el hombre piensa sólo en sí mismo, en sus propios intereses y se pone en el centro, cuando se deja fascinar por los ídolos del dominio y del poder, cuando se pone en el lugar de Dios, entonces altera todas las relaciones, arruina todo»: así dijo el Papa Francisco en su homilía, el pasado sábado, ante los fieles que llenaban la Plaza de San Pedro y cuantos en todo el mundo seguían la Vigilia de oración por la paz en Siria, en Oriente Medio y en tantos otros lugares de la tierra, y en primerísimo lugar ante Cristo presente en el Santísimo Sacramento del altar. Acababa de afirmar que «la relación con Dios, que es amor, fidelidad, bondad, se refleja en todas las relaciones humanas y confiere armonía a toda la creación». Tanto es así, la trascendencia de esta relación es de tal calibre, que no podemos decir que de la armonía se pasa a la desarmonía. «No –dice el Papa–, no existe la desarmonía: o hay armonía, o se cae en el caos, donde hay violencia, rivalidad, enfrentamiento, miedo…».

En su Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz de 1990, cuando había caído ya el muro de Berlín, sí, pero justamente porque no es en absoluto irrelevante la relación con Dios, ¡todo lo contrario!, no dudó Juan Pablo II en proclamar bien claro que «el hombre, cuando se aleja del designio de Dios creador, provoca un desorden que repercute inevitablemente en el resto de la creación. Si el hombre no está en paz con Dios, la tierra misma tampoco está en paz». ¡Bien que lo han puesto de manifiesto los conflictos que siguieron en ese mismo año: el estallido de la guerra en Ruanda, la invasión de Kuwait por Irak, la subsiguiente guerra del Golfo…, y toda la violencia que no ha cesado en todo el mundo, y de modo tan cruel en Oriente Medio! Seguía siendo necesario, como lo sigue siendo hoy, recordar con toda fuerza las palabras de su Mensaje para la Jornada de la Paz de 1984: «El hecho de recurrir a la violencia y a la guerra proviene, en definitiva, del pecado del hombre, de la ceguera de su espíritu, o del desorden de su corazón, que invocan la injusticia como motivo para desarrollar o endurecer la tensión o el conflicto». Y precisamente por eso, en la Jornada de 2002, ponía en su sitio a la paz y a la justicia, que de espaldas a Dios no son más que palabras vacías. No hay paz sin justicia, ciertamente. ¿Pero qué justicia? ¿La del ojo por ojo y diente por diente?

«No hay paz sin justicia, no hay justicia sin perdón»: por tres veces lo gritó en aquel histórico Mensaje el Bienaventurado Juan Pablo II, «a creyentes y no creyentes, a los hombres y mujeres de buena voluntad…; a cuantos tienen en sus manos el destino de las comunidades humanas…; y no me cansaré de repetir esta exhortación a cuantos, por una razón o por otra, alimentan en su interior odio, deseo de venganza o ansia de destrucción». Y en la Vigilia del sábado, el Papa lo decía así: «Mi fe cristiana me lleva a mirar a la Cruz. Allí se puede leer la respuesta de Dios: allí, a la violencia no se ha respondido con violencia, a la muerte no se ha respondido con el lenguaje de la muerte. En el silencio de la Cruz calla el fragor de las armas y habla el lenguaje de la reconciliación, del perdón, del diálogo, de la paz».

El diario italiano Avvenire, en uno de sus editoriales de estos días, reconoce «el coraje y la energía» con que el Santo Padre ha afrontado el tema de la paz en la emergencia siria, dejando claro que se trata de «una apuesta demasiado importante para dejarla a la exclusiva competencia de cualquier poder o de la sola política». Ya vemos hasta qué grado de irracionalidad llegan las respuestas del hombre sin Dios ante la violencia y el horror que no dejan de asolar la tierra; y hay que estar ciego para no ver que no hay respuesta más razonable y realista que la que procede de esa fe del Papa que le lleva a mirar a la Cruz. ¿Cabe mayor racionalidad y realismo que su llamada, durante el rezo del ángelus del pasado día 1, a la Jornada de oración y ayuno por la paz en Siria? «El uso de la violencia nunca trae la paz. ¡La guerra llama a la guerra, la violencia llama a la violencia!». Sólo Dios puede romper ese círculo mortal. Nada más razonable, pues, que «implorar de Dios» el gran don de la paz, «para la amada nación siria y para todas las situaciones de conflicto y de violencia en el mundo».

Nada más razonable, sí, que la respuesta de Dios. Como mostró con toda sabiduría el Papa Benedicto XVI, tal día como hoy, 12 de septiembre, de 2006, en la Universidad de Ratisbona, evocando la conversación del emperador Manuel II Paleólogo con un persa culto, a finales del siglo XIV, sobre el cristianismo y el Islam y sobre la verdad de ambos: «El emperador –recordaba el Papa– explica minuciosamente las razones por las cuales la difusión de la fe mediante la violencia es algo insensato. La violencia está en contraste con la naturaleza de Dios y la naturaleza del alma. Dios no se complace con la sangre –dice–; no actuar según la razón es contrario a la naturaleza de Dios».

No puede dejarse la respuesta que necesita Siria, y la entera Humanidad, en manos de la exclusiva competencia de cualquier poder o de la sola política. Es, sencillamente, irracional. Se necesita la respuesta de Dios. Nos lo dicen al unísono la fe y la razón.

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