Las mujeres que no quieren los talibanes
La periodista Khadija Amin y la activista Massouda Kohistani, refugiadas en España, narran cómo escaparon de Afganistán tras verse amenazadas
El 15 de agosto, el día que Kabul cayó en manos de los talibanes, Khadija Amin estaba en la sede de la televisión pública afgana. Allí presentaba desde hacía un año el informativo matinal. La llamada de un compañero rompió la normalidad: los fundamentalistas estaban a punto de llegar y había que marcharse a casa. La joven Khadija, que estaba terminando su último año de Periodismo, fue a hablar con su jefe.
—Por favor, permíteme ir a la oficina. Quiero presentar el informativo de las 20:00 horas. Estoy segura de que no pasará nada.
—No puedo correr ese riesgo ni por ti ni por mí. Es imposible.
Aquel sería su último día de trabajo, aunque, sin saberlo, siguió insistiendo, incluso cuando los talibanes tomaron la televisión. «Dos días después, empezaron a llamar a otros compañeros para que fueran a la oficina. Las mujeres, en cambio, nos teníamos que quedar en casa. Era inaceptable. En otras televisiones había mujeres trabajando y en la estatal, no. Así que fui», explica en la entrevista que concertamos en la ciudad española donde vive ahora.
Salió de casa –era la primera vez que lo hacía desde la llegada de los talibanes– y se dirigió hacia la sede de la televisión acompañada de otras mujeres. Algunas entraron y Khadija se dirigió al nuevo jefe, talibán. Le pidió explicaciones de por qué no dejaban a las mujeres trabajar y le recordó que habían dicho en rueda de prensa que sí lo permitirían. Le espetó: «Si habéis cambiado, déjame presentar el informativo». La respuesta la dejó sin esperanza: «No hemos decidido todavía sobre las mujeres».
Su historia se propagó por medios internacionales como The New York Times, BBC o Fox News, además de por redes sociales. Quedarse en Kabul se convirtió entonces en algo extremadamente peligroso. Tendría que buscar el modo de encontrar la salida, como tantos compatriotas.
Aquellos días, los posteriores a la caída de Kabul, Massouda Kohistani mantenía su vida más o menos normal. Hasta ese momento, solo había tenido que quemar sus libros y documentos por miedo a los registros de los talibanes. El 19 de agosto, esta investigadora, experta en procesos de paz y activista por los derechos de las mujeres tenía en su agenda la segunda parte de una entrevista telefónica con una periodista española. Hablarían sobre la situación de la mujer. Pero antes salió a la calle a comprar pan para el desayuno, cuando un hombre, que la esperaba delante de su casa, empezó a insultarla.
«La gente me conocía de haberme visto en televisión. Este hombre me paró para decirme que la democracia se había terminado, que ya no había derechos para las mujeres y que me iban a denunciar a los talibanes. Esto les sucedió a muchas mujeres durante esos días», narra Massouda, con el rostro todavía marcado por el dolor. Ella le preguntó por qué esas palabras y ese comportamiento, pero el hombre respondió con golpes. «No sé de dónde saqué la fuerza, pero también yo comencé a pegarle», reconoce.
Ya en casa y repleta de moratones, recordó la cita para la entrevista y contactó con la periodista: «No puedo hablar. No estoy en condiciones». A otro lado surgió la pregunta: «¿Quieres salir del país?». La respuesta fue que sí. Por ella y por su familia, a la que sostenía económicamente.
Aquella misma tarde recibió una comunicación: tenía que ir al aeropuerto. Antes, se encontraría con otra mujer. Saldrían juntas de Afganistán, pues estaban en la lista española. Se trataba de Khadija, que también había encontrado ayuda en un periodista.
Juntas se dirigieron al aeropuerto. Primero a la puerta principal, donde los talibanes golpearon a Massouda, pero no era el lugar. Los militares españoles estaban en otra zona, Abbey Gate, que por fin pudieron alcanzar y donde fueron rescatadas del tumulto. Las primeras palabras que escucharon no se les van a olvidar: «Bienvenidas. Estáis en vuestro país. Ya no estáis en peligro». Tras un día allí dentro, sin más pertenencias que la ropa puesta, un bolso y el teléfono móvil, volaron a Dubai y desde allí a la base aérea de Torrejón, donde fueron recibidas calurosamente por la ministra de Defensa, Margarita Robles.
Después de la intervención silenciosa de numerosas personas, Khadija y Massouda estaban a salvo en España, donde ahora rehacen su vida en la capital de una provincia dentro del programa de acogida del Ministerio de Inclusión, Seguridad Social y Migraciones y con el apoyo diario de la Fundación Cepaim. Comparten un bonito apartamento y, como ellas mismas dicen, ya son «hermanas». «Hace diez días, Khadija hizo un viaje y la eché mucho de menos. Cocina muy bien», afirma Massouda con una sonrisa.
«No han cambiado»
Aunque están enfocadas en aprender el español y adaptarse lo antes posible a su nueva vida, su cabeza sigue, de algún modo, en Afganistán. Ambas han dejado allí a muchos miembros de su familia. Massouda tiene sobrinos y primos, y Khadija a sus tres hijos –uno de 7 años y dos gemelos de 4–, a su marido, a sus padres… «Están bien, pero escondidos», reconoce la periodista
«Cuando llegué a España, mi padre me dijo que no hablara de los talibanes, pero le dije que no podía. Es duro para mí, pero no puedo estar callada. Tengo que mostrar al mundo que no han cambiado», explica con determinación y a sabiendas de que su decisión puede tener consecuencias para su familia. «Lo hago por mi gente».
Mohammad Ali Hosseini, joven periodista afgano, también tuvo que abandonar su país con la llegada de los talibanes. Y lo hizo con toda la familia: padres, hermanos… y hasta un sobrino que apenas tenía dos semanas de vida.
Mohammad no tenía otra opción que la de marcharse. Igual que su otro hermano periodista o su hermana, que es actriz. Ha dedicado parte su trayectoria periodística a contar las atrocidades de los talibanes, algunas de las cuales las ha sufrido en sus propias carnes. La agencia de noticias para la que trabajaba, Ava Press, fue atacada en 2017 por un terrorista suicida. La explosión causó decenas de víctimas. «Perdí a muchos compañeros. Fue uno de los momentos más duros de mi vida», reconoce a este semanario a través de una videollamada. Ahora mismo está refugiado en una ciudad española bajo la tutela de Accem.
Pero hasta ocupar las dos viviendas a su disposición, la familia vivió una odisea. Tuvieron que pasar dos días en el exterior del aeropuerto bajo el sol –el bebé incluido– avanzando y retrocediendo continuamente. Tras horas de largas colas siempre volvían al punto inicial. Incluso llegaron a perder la esperanza y a montarse en el coche para regresar a casa. Pero alguien los disuadió, otra vez desde el aeropuerto: «Por favor, no vayáis a casa. Id al aeropuerto». Y volvieron.
Allí, los talibanes pegaron a Mohammad seis o siete veces ante su familia. Él solo les suplicaba que al menos los dejaran pasar por el bebé. Pero no atendían a ninguna razón. «No me dolían los golpes, me dolía el corazón al ver a mi familia en esa situación», reconoce.
Tras poner a resguardo a su familia y mucho esfuerzo, se lanzó a un pequeño río que era una especie de separación entre el cielo y el infierno, entre salir y quedarse en el país. El joven periodista recuerda que el agua le llegaba hasta las rodillas y que el adjetivo pestilente se quedaba corto. Avanzó como pudo y llegó hasta los militares españoles, que lo introdujeron en el aeropuerto. «Lo primero que me dijeron fue que había sido muy valiente y enseguida me empezaron a preguntar por el bebé. Todos lo hacían. Fueron muy amables», explica.
El bebé estaba fuera todavía con el resto de la familia. Pero nuestros soldados ya sabía dónde estaba y lo rescataron. Fue una de muchas operaciones que llevaron a cabo nuestras Fuerzas Armadas en las inmediaciones del aeropuerto de Kabul, muchas de ellas completadas con éxito gracias a la ayuda de Mohammad.
Al saber que necesitaban ayuda para la localización e identificación de las personas que partirían a España, se ofreció sin dudarlo. Incluso a sabiendas de que arriesgaba la vida. Su misión era llamar a los contactos, preguntarles dónde estaban y acompañar a los soldados al exterior para completar la evacuación. «Salíamos con cuatro soldados y señalaba a la persona que buscaban y con la que había hablado antes. En las salida me cruzaba con muchos compatriotas que me suplicaban que los ayudase y no podía hacer nada», apunta.
Tiene todavía en la retina a una mujer que sí estaba en la lista, con la que habló, pero que no pudieron rescatar. Él quería salir, pero los militares se lo impidieron. Habría sido muy arriesgado. La mujer tendría que acercarse a la zona española, pero no la pudo alcanzar. «Es muy triste», sentencia.