La situación a la que se enfrenta Ucrania a causa de la guerra provocada por la invasión de Rusia viene a agravar las ya difíciles relaciones de las iglesias de estos países de la antigua región de la Rus de Kiev, que se extiende desde las orillas del mar Negro hasta el mar Báltico.
Las reacciones de sus líderes religiosos son incomprensibles si no ahondamos en su historia y en las circunstancias que han conformado este cristianismo fragmentado en Ucrania, donde encontramos: la Iglesia ortodoxa de Ucrania dependiente de la Iglesia ortodoxa rusa, que es la más numerosa y cuya cabeza es el metropolita Onufry; la Iglesia ortodoxa autocéfala de Ucrania, presidida por el metropolita Epifanio, y una Iglesia ortodoxa autocéfala, cuyos fieles viven en su mayoría fuera del país. A la ortodoxia hay que sumar la población católica, que es minoritaria en el país, conformada por la Iglesia católica de rito latino y la Iglesia grecocatólica de rito bizantino, llamada uniata despectivamente por los ortodoxos, y presidida por el arzobispo Shevchuk.
Ese mosaico eclesial es reflejo de la realidad de un país poco uniforme culturalmente, con regiones, como la oriental, en las que la población se identifica cultural y lingüísticamente más con Rusia que con Ucrania, cuya nacionalidad solo aparece en el pasaporte. Estos filorusos son los fieles de la Iglesia ortodoxa de Ucrania dependiente del Patriarcado de Moscú. Otras regiones con sentimientos nacionalistas ucranianos más arraigados son atendidas por la Iglesia ortodoxa autocéfala de Ucrania, que siempre quiso su independencia del Patriarcado de Moscú. Con estos apuntes aflora una de las cuestiones más delicadas de la ortodoxia: su profundo arraigo e identificación nacional. De tal manera, que la pertenencia eclesial está fuertemente condicionada por la pertenencia étnica. Y, de ahí, que un conflicto bélico entre dos países pueda conllevar graves consecuencias eclesiológicas, e incluso al nacimiento de una nueva Iglesia nacional.
Se precisa cierta perspectiva histórica. Para ello nos remontamos al año 988, cuando el príncipe Vladimir de Kiev se hizo bautizar públicamente promoviendo la conversión del pueblo de la Rus. Aunque la evangelización de estos pueblos se había preparado anteriormente con el envío de misioneros desde Bizancio y Occidente, entre ellos los santos Cirilo y Metodio, hoy patronos de Europa. La sede de la nueva Iglesia, considerada metrópolis del Patriarcado de Constantinopla, fue Kiev. Posteriormente con la invasión de los mongoles se trasladó a Vladímir y, en 1325 a Moscú. Con la decadencia de Constantinopla, Moscú se propone como la tercera Roma, y se proclamará independiente del Patriarcado de Constantinopla en el año 1448, sin el consentimiento de este último, lo que la hacía una Iglesia cismática. El patriarca de Constantinopla, por su parte, seguiría nombrando jerarcas para la Metrópolis de Kiev, que consideraba legítima. Tenemos aquí el origen de las desavenencias históricas entre la Iglesia de Ucrania y el Patriarcado de Moscú, y entre este y el de Constantinopla.
La situación se agravará aún más. Constantinopla reconocerá en 1589 la autocefalía del que pasará a llamarse el Patriarcado de Moscú y toda Rus, y este, en 1686, se anexionará la Iglesia de Ucrania de manera ilegítima, pues Ucrania dependía de la Iglesia madre de Constantinopla.
A pesar de esta historia de conflictos, cismas y luchas internas, todas estas iglesias tiene algo en común que las hace grandes: durante el período soviético fueron perseguidas y suprimidas. A pesar de todo, sobrevivieron en la clandestinidad y avivaron la llama de la fe con el testimonio de los mártires.
Tras la disolución de la Unión Soviética se recompuso la realidad eclesial. La Iglesia de Ucrania reivindicó su independencia de Moscú, estableciéndose en 1992 el Patriarcado de Kiev, sin el reconocimiento de la ortodoxia, por lo que se consideraba Iglesia no canónica. En el año 2019, el Patriarcado de Constantinopla, apelando a la historia, concedió la autocefalía a Ucrania enfrentándose a Moscú. Esto provocó un cisma al interno de la ortodoxia entre el Patriarcado de Constantinopla, que posee una autoridad entre todas las iglesias ortodoxas, por ser el patriarca el primus inter pares, y el Patriarcado de Moscú, que es la que mayor número de fieles posee en la actualidad. No es de extrañar, por tanto, que las declaraciones de Bartolomé I, patriarca de Constantinopla, hayan sido muy duras hacia Cirilo, patriarca de Moscú, por no posicionarse abiertamente contra la invasión.
Este trasfondo histórico y la realidad de las iglesias nacionales excesivamente apegadas al gobierno, en las que –en su mayoría– los clérigos son funcionarios del Estado, se entiende mejor la timidez de unos para oponerse a opciones políticas, y la virulencia de otros, que atacan sin ahondar en la situación. Sea como sea, tras este conflicto habrá una gran perdedora, y será la Iglesia, que experimentará la división entre aquellos que no entendieron cómo sus líderes religiosos, en lugar de usar el lenguaje del Evangelio de la Paz, se perdieron en estrategias políticas. Quizá sea momento para que la ortodoxia se plantee en serio la necesidad de la separación Iglesia-Estado.