Las bienaventuranzas: el rostro de Jesús
Domingo de la 4ª semana de tiempo ordinario / Mateo 5, 1-12a
Evangelio: Mateo 5, 1-12a
En aquel tiempo, al ver Jesús el gentío, subió al monte, se sentó y se acercaron sus discípulos; y, abriendo su boca, les enseñaba diciendo: «Bienaventurados los pobres en el espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos. Bienaventurados los mansos, porque ellos heredarán la tierra. Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados. Bienaventurados los que tienen hambre y sed de la justicia, porque ellos quedarán saciados. Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia. Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios. Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos. Bienaventurados vosotros cuando os insulten y os persigan y os calumnien de cualquier modo por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo».
Comentario
Nos encontramos en el domingo IV del tiempo ordinario. Si el Evangelio del domingo anterior nos presentaba el comienzo de la misión de Jesús con la elección inmediata de sus primeros colaboradores, este se centra en un rasgo muy importante de esa misión: en la humildad, en la pobreza, en la confianza radical en Dios. Por tanto, esa misión de Jesús se dirige primariamente a aquellos que confían en Dios y viven en la humildad y en la pobreza.
Escuchamos el sermón de la montaña. Es el primer gran discurso que Mateo elabora con las palabras de Jesús. El programa de un reformador, un líder social o un profeta se puede resumir en una serie de frases esenciales que tal persona ha repetido hasta la saciedad. El evangelista Mateo concentra aquí lo que Jesús más ha predicado. Más todavía, trata de presentar aquí el retrato de Jesús.
De este modo, las bienaventuranzas son un verdadero icono de Cristo. Él es manso (11, 29; 12, 15-21; 21, 5); misericordioso (9, 27-31; 15, 22; 17, 14-28; 18, 33; 20, 29-34) y perseguido (27: 27-31, 39-44). Así, recordemos las palabras de Jesús en 5, 48: «Sed pues perfectos como vuestro padre celestial es perfecto». En este caso, la perfección se identifica con la imitación de Cristo.
Jesús quiere mostrar ahora su corazón y su rostro. Eso son las bienaventuranzas. No son diez, porque no son mandamientos del Sinaí. No son tablas. Es un rostro. No habla Dios entre truenos. Habla un hombre entrañable: Jesús. Ciertamente, la imagen de Moisés está aquí presente (cf. Éx 24, 12-18), porque Jesús ha subido al monte a proclamar la Nueva Alianza. Es el Sinaí, pero donde antes había rayos y terror ahora está el rostro humano del Señor sentado en calma, y la gente en su entorno, escuchando con paz. Este es el cambio: del Dios terrible y tremendo al Dios amigo, lo cual no quiere decir que no se adore y no se respete. Pero es ahora el Dios amigo, el Dios que se escucha desde el corazón.
Jesús indica en este sermón dónde está la felicidad. La repetida palabra «dichosos» es una especie de felicitación. Es la canonización que Jesús hace de determinados sectores o vivencias del ser humano. Pero cuando Jesús dice «bienaventurados» no lo dice simplemente como un deseo de felicidad en esta vida, sino como una orden, una decisión de felicidad para siempre.
El pasaje de este domingo es uno de los momentos más importantes del Nuevo Testamento. Estamos ante las palabras más comprensivas y más sintéticas en las cuales está metida la totalidad del Evangelio, la totalidad de la vida de Jesús. La palabra «dichoso» marca el sentido y el contenido de las propuestas: dichosos los pobres, los sufridos, los mansos, los que lloran hoy, los pacificadores, los limpios de corazón… Cada bienaventuranza tiene tres partes. La primera es la canonización por parte de Dios. La segunda parte, el centro, es una serie de personas que están en situación desfavorable: los pobres, los sufridos, los que lloran… Y hay una tercera parte: Dios. Suyo es el Reino, Dios se lo entrega. Serán hijos de Dios, la verán, recibirán la justicia de Dios.
La palabra que a nosotros nos llama más la atención es pobres, sufrientes… Está enmarcada en dos palabras importantes: Dios que canoniza y Dios que se presenta como la salud, la riqueza, la alegría, el amor. Este es el sentido de las bienaventuranzas. No es una ley moral que nos exija ser pobres. Y, sin embargo, cuando uno escucha esta página del Evangelio dan tantas ganas de ser pobres, a pesar de nuestras cobardías y de nuestros a prioris burgueses, que van más allá de la moral. Dan tantas ganas de acercarse a Jesús pobre y a Jesús sufriente que, posiblemente, estas palabras tengan mucho más efecto que cualquier ley moral o cualquier ley social.
La alegría viene de la fe sentida y afirmada de Dios en la vida de estos pobres. Es la alegría de entregarse a Dios, de amar su voluntad, de vivir en Él. A veces los cristianos estamos tan acostumbrados a ver a las cientos de miles de personas que se han consagrado a Dios, haciéndose voluntariamente pobres e insignificantes para servir a los pobres y estar a su lado, que no las valoramos. Sería gratificante acercarnos a estos núcleos de cristianos. Nos enseñarían —quizá dentro de la mediocridad de sus vidas— el valor de las bienaventuranzas.