Laicidad - Alfa y Omega

Barack Obama ha sido, probablemente, uno de los presidentes más escépticos que ha tenido Estados Unidos. Tampoco era demasiado creyente. Según dijo, para evitar confusiones, no frecuentaba las iglesias (salvo funerales oficiales). Se limitaba a meditar los textos que de vez en cuando –en forma de tuits– le hacía llegar su jefe de gabinete.

Sin embargo era un presidente con los pies en el suelo. No es extraño que observara esto (en 2010): «Los radicales se equivocan cuando piden a los creyentes que dejen su religión en la puerta antes de entrar en el foro público». De hecho, la mayoría de los grandes reformadores de la historia estadounidense no solo estaban motivados por la fe, sino que utilizaron repetidamente el lenguaje religioso para argumentar en favor de su causa. Así que decir que los hombres y las mujeres no deberían inyectar su moralidad personal en los debates de política pública es un absurdo en la práctica. Nuestra ley es, por definición, una codificación de la moral, de base judeocristiana.

Por su parte Emmanuel Macron, representante máximo del país que descubrió la laicidad, observa (en 2018): «Considero que la laicidad no tiene desde luego por función negar lo espiritual en nombre de lo temporal, ni de arrancar de raíz lo sagrado en nuestras sociedades, que alimenta a muchos de nuestros conciudadanos». Y añade: «Como jefe de Estado soy garante de la libertad de creer y de no creer, pero no soy ni el inventor ni el promotor de una religión de Estado que sustituya la trascendencia divina por un credo republicano».

Si me he permitido estas citas es para poner de relieve que las dos puntas de lanza de la laicidad moderna (los escépticos estadounidenses y los laicos franceses) vienen a coincidir en lo que los tribunales y cortes supremas de los países más secularizados del mundo llaman «laicidad positiva».

Algunos ejemplos: Italia (Corte Constitucional, 1989, repetida en sentencias posteriores): «La laicidad no implica indiferencia del Estado frente a las religiones, sino garantía del Estado para la salvaguarda de la libertad religiosa». Alemania (Tribunal Constitucional Federal, 2008): «La obligada neutralidad religiosa es una actitud abierta hacia la promoción de la libertad religiosa». Es lo que la doctrina alemana llama «neutralidad benevolente». En Estados Unidos (Tribunal Supremo, 1970) «hay que hablar de una neutralidad en términos positivos», que coincide con la interpretación doctrinal de que la separación entre Iglesia y Estado «no fue establecida para hacernos libres de la religión, sino más bien el de hacernos oficialmente libres para la práctica de la misma» (McLoughlin).

Como se sabe, esta perspectiva fue recogida por la Constitución Española, que en su artículo 16.3, después de establecer que «ninguna confesión tendrá carácter estatal», recalca que «los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia católica y las demás confesiones».

Tal vez el lector ande algo abrumado por tantos datos constitucionales. Si es así, habrá de perdonarme. En mi disculpa debo aducir que si las constituciones contienen «la conciencia social de los pueblos», la religión ha de ser incluida en esa conciencia, que puede tener reflejo en las actuaciones individuales de las personas creyentes que también la componen.

Cuando Kennedy fue nombrado el primer presidente católico, temía que sus adversarios políticos manifestaran una ominosa corriente subterránea de rencor, haciéndole aparecer como un hooligan de la política. Lo que alguien de su entorno llamó la ofensiva del «macartismo religioso», que tiende a convertir en un leproso político al hombre con determinadas convicciones religiosas. Ya hemos visto como el TS americano ha desarmado esa posición hostil.

La obligada neutralidad religiosa del Estado tiende a ser interpretada, en las democracias contemporáneas más respetuosas con la diversidad y el pluralismo, como una neutralidad inclusiva, que asegura el libre ejercicio y manifestación de religiones e ideas comparables en el espacio público, y no como una neutralidad excluyente, que arrincona (en contra de los documentos internacionales) la expresión de creencias al ámbito privado.

En fin, rechazar el esfuerzo de intentar trasladar a la esfera pública las creencias es un truco argumental que implica la confusión entre llevar a la esfera pública una idea, es decir, sacarla a cotización en la bolsa de valores democráticos, e imponer tales ideas a los demás. En el libre mercado ideológico que caracteriza a las democracias occidentales, nadie amante de la libertad y de la laicidad tiene nada que objetar al libre juego de las ideas, también las religiosas, incluso cuando se globalizan haciéndose públicas.