La vocación, un acto de libertad
13er Domingo del tiempo ordinario / Evangelio: Lucas 9, 51-62
Nos encontramos en el decimotercer domingo del tiempo ordinario. El Evangelio presenta uno de esos acontecimientos que el evangelista, escuchando a testigos, recupera para nosotros. Jesús va a Jerusalén, ya camino de la muerte. Aquí comienza la parte central del Evangelio de Lucas, en la que Jesús continúa con decisión su camino hacia la Ciudad Santa, reuniendo todas sus fuerzas para afrontar las dificultades que le esperan; sabe en efecto que «no es posible que un profeta muera fuera de Jerusalén» (Lc 13, 33).
Jesús envía delante de Él a algunos mensajeros encargados de anunciar su paso, pero estos son rechazados al entrar a una aldea de Samaría, debido a una antigua rivalidad religiosa entre los judíos y los mismos samaritanos (cf. Jn 4, 9). Jesús no siempre es bien recibido; sin embargo, es significativa su voluntad de no vengarse, de no reaccionar con violencia ante el desprecio. Por el contrario, la actitud espontánea de dos de sus discípulos, Santiago y Juan, los «hijos del trueno» (Mc 3, 17), es el deseo de hacer descender fuego del cielo sobre los que los rechazaban (cf. 2 Re 1, 10. 12). Pero Jesús no quiere mostrar hostilidad: vive radicalmente ese amor al enemigo que ha enseñado con tanta fuerza (cf. Lc 6, 27-35), y muestra así a los que le siguen que el discípulo de Jesús está llamado siempre a hacer el bien, incluso a aquellos que no los quieran bien y los desprecien.
Durante este viaje hacia Jerusalén Lucas introduce una serie de vocaciones frustradas para enseñarnos qué es la vocación, y para corregir esta deformación del discipulado que están sufriendo Santiago y Juan. De este modo, dos «aspirantes a discípulos» se ofrecen a Jesús para seguirlo, y otro, llamado por Él, le pone algunas condiciones. Son actitudes inadecuadas para el seguimiento de Jesús, porque para emprender ese camino, lo que importa es escuchar la llamada de Jesús, aceptarla y acogerla en tu vida, dispuestos a ir con Él incluso donde no querríamos, sin poner obstáculos a las exigencias que plantea. Jesús no tiene un techo, no puede ofrecer un lugar para estar, vive en el camino. Si lo que busca el «aspirante a discípulo» es seguridad, no la va a encontrar. También la demora y la indecisión son incompatibles con el discipulado. El anuncio del Reino de Dios es tan urgente que no puede esperar. No es posible dar largas, la llamada es inminente. Tampoco es posible estar con el arado y mirar hacia atrás, porque la vocación es decisión.
El Evangelio de este domingo nos invita a meditar sobre la vocación y la libertad en el seguimiento a Jesús. Ciertamente la libertad humana tiene limitaciones, porque está en formación. La libertad se va haciendo conforme se va ejercitando. De este modo, cuando empezamos no tenemos una libertad madura, crecida, sino inicial. Conforme se van dando los primeros pasos podremos ir avanzando, dando pasos más arriesgados, más hondos. Además, la libertad está condicionada por el tiempo, de tal manera que el cansancio, el agotamiento, el transcurso de los días y de los años nos pueden afectar, hasta el punto de que nuestra libertad se venga abajo. Otro límite de la libertad es el espacio corporal, porque vivimos en una naturaleza. Hay cosas que podemos hacer según nuestros genes y nuestra constitución física, y también según las circunstancias externas. Pero no podemos hacer todo lo que queramos, porque somos limitados como criaturas. Por otro lado, esos límites aumentan con el pecado, porque este, al utilizar mal la libertad, crea deseos equivocados. Ya no somos limpios de corazón, ya no vemos las cosas con tanta lucidez. Nuestros prejuicios nos hacen equivocarnos. Nos muerden la pereza, el egoísmo, el miedo… El pecado aumenta. Pero, sin embargo, Dios nos pide siempre, de una manera u otra, un acto de libertad enorme: la vocación, es decir, la dedicación a una misión por siempre y para siempre.
¡Qué acto de libertad cuando uno promete y entrega un futuro que no está en sus manos! Es impresionante cuando los esposos intercambian el consentimiento matrimonial, y se prometen entrega y fidelidad todos los días de su vida. ¿Es que acaso saben los esposos cómo van a ser esos días? Sin embargo, Dios se lo pide y, si se lo pide, se lo da. Por tanto, la libertad lo puede hacer, aunque esté el riesgo del fracaso. Esa libertad, que al final se identifica con la vocación, es el amor de Dios que nos libera para que nosotros podamos amar. ¡Qué fácil es decir: «Te quiero»! ¿Sabemos lo que es querer de verdad? ¿Sabemos que querer es acompañar a una persona incluso cuando su figura física se deteriora, cuando su memoria se pierde, cuando no tiene nada que ofrecer? ¿Somos conscientes de la libertad que hace falta para querer?
Esa libertad es el amor con el que Dios nos ama, porque amar es ir más allá de nosotros mismos. El amor es creativo, y nos empuja a llegar a ser lo que nunca hubiéramos sido, y a llegar a hacer lo que nunca hubiéramos hecho, porque hay en nosotros un plus, un exceso, que nos lanza, sin tener en cuenta los límites ni las posibilidades. Por amor llegamos a hacer lo que ni deseamos ni podemos. Es impresionante ver a los hijos que atienden a los padres (o a los padres que atienden a los hijos), en enfermedades largas, duras, un día y otro día, noches de hospital, agotamiento… Parece que no pueden más. Pero cuando se acaba todo se preguntan sorprendidos: ¿cómo he podido? Porque amaban.
¡Qué distinto es vivir con amor y por amor que vivir sin amor! La gran crisis cultural de nuestros días es una crisis vocacional. Nos hemos apropiado de la vida. Hemos huido de nuestra misión y de nuestra tarea. Nos hemos puesto en un primer plano a nosotros mismos. ¿No estamos en un momento de recuperar la vivencia, la gracia y el camino de la vocación? Tendríamos que confesar el nombre de Jesús arrodillados, y preguntarle: ¿Señor, qué quieres de mí? ¿Y si Él quiere que yo me dedique a predicar su Reino y a servir a los hermanos? ¿Y si Él quiere que ejerza la maternidad espiritualmente, rezando por los demás, atendiendo al pobre…? Mi vida familiar, en la que trato de cumplir, ¿no tendría que vivirla con más hondura como entrega incondicional y vocación primera? Está llegando el momento. El Reino de Dios está cerca, y el Señor está llamando. ¡Respondámosle!
Cuando se completaron los días en que iba de ser llevado al cielo, Jesús tomó la decisión de ir a Jerusalén. Y envió mensajeros delante de él. Puestos en camino, entraron en una aldea de samaritanos para hacer los preparativos. Pero no lo recibieron, porque su aspecto era el de uno que caminaba hacia Jerusalén. Al ver esto, Santiago y Juan, discípulos suyos, le dijeron: «Señor, ¿quieres que digamos que baje fuego del cielo que acabe con ellos?». Él se volvió y les regañó. Y se encaminaron hacia otra aldea. Mientras iban de camino, le dijo uno: «Te seguiré adondequiera que vayas». Jesús le respondió: «Las zorras tienen madrigueras, y los pájaros del cielo nidos, pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza». A otro le dijo: «Sígueme». Él respondió: «Señor, déjame primero ir a enterrar a mi padre». Le contestó: «Deja que los muertos entierren a sus muertos; tú vete a anunciar el reino de Dios». Otro le dijo: «Te seguiré, Señor. Pero déjame primero despedirme de los de mi casa». Jesús le contestó: «Nadie que pone la mano en el arado y mira hacia atrás vale para el reino de Dios».