¡Felicidades, madre Iglesia! - Alfa y Omega

¡Felicidades, madre Iglesia!

Solemnidad de Pentecostés / Evangelio: Juan 20, 19-23

Juan Antonio Ruiz Rodrigo
Pentecostés. Discípulos de Bernard van Orley. North Carolina Museum of Art, en Raleigh. Foto: Lluís Ribes Mateu.

Este domingo es el cumpleaños de nuestra madre la Iglesia, su aniversario. Celebramos la fiesta de Pentecostés, la conmemoración de la venida del Espíritu Santo, la cumbre de la Pascua del Señor.

En esta gran solemnidad proclamamos en la primera lectura un pasaje del capítulo dos del libro de los Hechos de los Apóstoles. Se sitúa inmediatamente después de aquella reunión donde se reconstituyen los doce apóstoles eligiendo a Matías (cf. Hch 1, 12-26). Era una reunión de orantes con María, la Madre del Señor. El Espíritu llega después de un tiempo de oración de toda la comunidad cristiana acompañada por Aquella que es Madre de la Iglesia por ser Madre de Jesús. Están reunidos en el Cenáculo, donde Jesús había celebrado con sus apóstoles la Última Cena. Es el lugar donde María sigue entregando a su Hijo. Es una comunidad de orantes. Es la Iglesia eucarística, la Iglesia que nace en y desde la Eucaristía.

Lucas describe así en estos versículos la venida del Espíritu Santo, presentando un marco a la aparición en público de los discípulos fortalecidos e impulsados a la predicación. Esto sucedió en la apertura del Cenáculo y el discurso de Pedro a los judíos y prosélitos que habían peregrinado a Jerusalén para Pentecostés, que para los judíos era la fiesta de las semanas legislada en el Antiguo Testamento (cf. Ex 23, 16; Lv 23, 15-16; Dt 16, 9-12) como fiesta de la cosecha y de la recolección.

En este pasaje de Hechos de los Apóstoles Lucas se inspira en dos acontecimientos del pasado: por un lado, la confusión de lenguas de Babel (cf. Gn 11, 6-9), que es efecto del pecado, para contrastar ahora con el entendimiento entre lenguas en Pentecostés y, por otro lado, el Sinaí (la teofanía, los truenos, el terremoto, los ruidos… Cf. Ex 19, 16-20). La parte alta de Jerusalén donde está el Cenáculo es ahora el nuevo Sinaí, donde va a nacer el Pueblo de Dios en Jesucristo resucitado. En medio de esa teofanía aparecen las lenguas de fuego ardientes. Se trata de lenguas ardorosas, apasionadas: es el lenguaje desde el corazón, desde el amor. Además, estas lenguas se posan sobre cada persona. No hay una llamarada para todos, de manera general, sino sobre cada uno, porque el Espíritu personaliza. Si de María se dijo que es la llena de gracia (cf. Lc 1, 28), ahora ellos quedan también llenos de gracia, es decir, del Espíritu. La finalidad de este don es comprender a los de culturas y lenguajes distintos, para predicar a todos los pueblos con la pasión de la fe, de la esperanza y de la caridad.

El Evangelio de este domingo presenta la versión de Juan sobre la venida del Espíritu. Acontece al anochecer, que era cuando se celebraba la cena; el primer día de la semana, que era el día de la Resurrección del Señor, el día de la Eucaristía. En aquella reunión hay miedo, clausura, cerrazón, frente al exterior. Es una comunidad vuelta hacia sí misma, para intentar protegerse. Pero esa no es la comunidad de Jesús. Por eso el Señor entra dentro, se pone en medio, y les grita: «Paz a vosotros». Invita de manera insistente a arrojar los miedos y a acoger la paz, que no es la del mundo, sino aquella que equivale a caridad, a valor, a sosiego interior, a esperanza.

Al ver al Señor que los saluda así los discípulos se llenan de gozo infinito: es la alegría de la presencia del Señor. Jesús presenta su carnet de identidad para que ellos no duden: les muestra sus manos y su costado. Sus llagas son el perfil de su identidad. Es el herido para siempre, hasta que se cicatricen todas las heridas del mundo. Porque ahora sus heridas han sido curadas en la resurrección, pero nuestras heridas hacen que las suyas sigan abiertas.

Seguidamente, el Evangelio presenta el envío, con una característica especial: es la continuación del envío de Jesús («como el Padre a mí yo a vosotros»). Ciertamente el envío verdadero es el del Hijo, pero en Él y con Él, y por medio de Él, gracias al Espíritu, nos envía a los que somos sus hermanos. ¿Y cuál es el efecto primero y principal? El evangelista, utilizando la imagen de la creación del hombre (cuando Dios sopla su espíritu, y el hombre se convierte en el viviente por excelencia: Gn 2, 7), dice que Jesús sopla sobre ellos, les da su espíritu y los manda a perdonar los pecados.

De este modo, nos encontramos con lo siguiente: la misión y la noticia del perdón coinciden prácticamente en este final del Evangelio de Juan. Es decir, en el perdón se resume toda la misión, porque es su finalidad. La misión pretende hacer efectivo el perdón que Dios nos ha dado en Jesús, mediante la fe en ese perdón y mediante la conducta de perdonar a los demás. Así, cuando alguien queda perdonado de verdad, después de reconocer su pecado, y cuando perdona transmitiendo ese perdón, la misión está cumplida.

Alegrémonos en este aniversario de nuestra madre Iglesia. Aunque han transcurrido muchos siglos desde aquel primer Pentecostés, Ella no es anciana, sino eternamente joven, muy joven todavía, aún le queda camino y maduración. ¡Felicidades, madre Iglesia! Este domingo queremos manifestar de una manera especial nuestra gratitud y nuestro deseo de vivir y de morir como hijos de la Iglesia.

Solemnidad de Pentecostés / Evangelio: Juan 20, 19-23

Al anochecer de aquel día, el día primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: «Paz a vosotros». Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió: «Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo». Y, dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos».