La vivienda es un laberinto en Madrid
La capital afronta precios prohibitivos, un raquítico parque de alquiler social y una juventud que no puede comprar piso. Ante este reto, la Iglesia responde
«Cuando hablamos de mercado de la vivienda ya partimos de un grave error, porque es un derecho», sentencia Ángel Hernández, coordinador de la Red Madrileña de Lucha contra la Pobreza y la Exclusión Social. En entrevista con Alfa y Omega, este técnico, que reconoce que «la propiedad privada es legítima», pide un cambio de foco y centrar el papel de los Estados, más que en la regulación, en «una apuesta por la vivienda pública y social». Es, a su juicio, el giro con el que resolver que, como recoge el Instituto de Estudios de la Democracia de la Universidad CEU San Pablo, solo un 36 % de los menores de 35 años sean actualmente propietarios en Madrid, motivo por el que se manifestaron hace dos semanas. A principios de siglo eran casi el 70 %.
Hernández diagnostica una involución en la preocupación de las Administraciones por esta materia durante las últimas décadas. Y denuncia que el mercadeo se haya consolidado como el prisma a través del que se mira. De hecho, recuerda que «en su momento había viviendas de protección social que no se podían vender, pero una parte acabó en el mercado». Una dinámica perversa por la que el esfuerzo de todos los contribuyentes acabó convirtiéndose en el lucro de quienes accedieron a estos bienes. Como consecuencia, tras esta pérdida, «tenemos un parque muy reducido en comparación con otros países europeos». Y se muestra convencido en que «hace falta una acción decidida para que las Administraciones inviertan en vivienda pública».
Unido a la necesidad de dar la vuelta a la tortilla a la idea de lo que supone tener casa, Ángel Hernández llama a «poner en marcha planes de erradicación del chabolismo». Una vez desalojados asentamientos históricos en la capital como El Barrio de las Latas, La Celsa o La Rosilla, el técnico recuerda que siguen existiendo realidades como la Cañada Real Galiana. Y que no desparecerían con una mera demolición, sino que requerirán «reforzar los programas de atención, acompañamiento y empleo».
Uno de los primeros puntos por los que se podría comenzar sería garantizar el suministro eléctrico a estos enclaves. Algo que, a día de hoy, en la misma Cañada Real donde viven más de 4.500 personas, no se lleva cumpliendo desde hace tres años. Además, en el resto de la Comunidad de Madrid, según recalca UGT, el porcentaje de hogares que no pudo mantener una temperatura adecuada el invierno pasado fue del 19, 4 %. Son casi cinco puntos más que los registrados en 2022. «Aunque nuestro salario vaya subiendo entre un 2 % y 4 % cada año, por el incremento del coste de la energía y la vivienda somos más pobres que hace años», apostilla Hernández. Ampliando la mirada al resto de España, según el Informe anual de indicadores de pobreza energética en España 2023 elaborado por la Universidad Pontificia Comillas, la pobreza energética afecta a un 28,6 % de los hogares en nuestro país y «los retrasos en el pago de facturas energéticas afectan al 9,6 % de la población». En este contexto, diferentes entidades de Iglesia ayudan a las personas más vulnerables a contar, no solo con un techo, sino también con un hogar.
Mientras charlamos con Lizoret, su hija Victoria, de 6 años, alza la mano pidiendo la palabra. «Yo también tengo una hucha donde meto mis moneditas y voy ahorrando». Es el ejemplo que ha recibido en esta casa de tres habitaciones donde su familia —también su abuela, sus tíos y su primo— vive por 800 euros. Procedentes de Venezuela, abordan juntos las facturas de la luz, que cada vez les suponen más esfuerzo, y se ayudan unos a otros. «Si me salen cuatro horas planchando, Nelson [el padre] hace la comida y mi hijo mayor lleva a los niños al cole», explica Lizoret.
Siguiendo los pasos de Nela, la abuela, que se refugió en España hace 19 años, esta familia está regularizando su situación con ayuda de Cáritas. «Mi esposo y mi hijo ya tienen su NIE, pero yo solo tengo un resguardo», lamenta Lizoret. Protesta por los tiempos de la burocracia y considera absurdo «que durante un año y seis meses tenga que estar desempleada». «No todo el mundo te da trabajo y nadie vive de cuatro horitas», denuncia.
Margarita, una de las voluntarias de Cáritas, confía en que, después de la formación que Nelson ha recibido para ser más empleable y los 15 currículums que envía al día, «dentro de no mucho podrán salir adelante». Los ayudará su hijo mayor, de 19 años, quien ha completado dos talleres que Campus Cáritas Madrid ofrece a chavales de entre 16 y 30 años. Victoria interrumpe de nuevo a los mayores para recordar que este verano, en el campamento de Cáritas, «fui a la piscina, vimos a los animales, no hicimos tarea y solamente nos divertimos». «Y en el comedor no hay que pagar», recalca.
«Hace cinco años, en el barrio de Ventas con 200 euros tenías una habitación. Hoy los caseros se aprovechan y, si no te gusta, te dicen que “tengo a otros esperando”», diagnostica Pepe Blanco, un voluntario de Cáritas en la parroquia del Espíritu Santo. Karen lo sabe bien. Ella, su esposo y sus hijas —Kenia, de 7 años, y Alexia de 1— pagan 500 euros por una habitación en una casa sin derecho a visitas ni a usar el comedor.
«Yo llegué a Cáritas llorando porque sentía que mi matrimonio se acababa», nos cuenta Karen. Debido a los problemas de frío y humedad en casa, su familia vivió una situación «terrible». «Las niñas cogieron un hongo, se les cayó el cabello y acudimos a servicios sociales, pero no recibimos respuesta». A su marido, Germán, «se le hinchaban las manos, la pared de nuestra habitación se puso negra y el casero no lo quería arreglar». «Cuando haces visitas no te puedes creer que a 100 metros de ti haya gente en esa situación», añade Pepe Blanco.
Después de recibir apoyo durante un año, Germán trabaja en un supermercado y Karen está a la puerta de un trabajo regular. El pasado jueves, esta colombiana pasó por el Servicio de Información y Orientación para el Empleo de Cáritas, donde «me llegan muchas propuestas». Allí le ofrecieron ayuda para —debido a la escasez de plazas públicas— cubrir la mitad de los 600 euros que cuesta una guardería privada. «Cuando hay un precontrato, necesitan que se la paguemos uno o dos meses para poder decir que sí», explica Blanco. Por último, Karen nos enseña un papel. Para su próxima cita con servicios sociales deberá esperar hasta el 29 de enero de 2025.
«Cuando te encuentras sola con un niño, se te puede caer el mundo encima y necesitas alguien que te diga que no estás sola», explica Natasha. Mientras charlamos con ella, su hijo Santiago se entretiene con un juguete. Los dos llegaron a Fundación Madrina —una entidad de apoyo a madres vulnerables— hace dos años, cuando el pequeño tenía solo 1 mes.
Natasha y Santiago comparten casa con la madre de ella en el barrio de Tetuán. «Al final se te va más del 70 % en el alquiler», lamenta. Española de ida y vuelta —tiene la nacionalidad porque sus abuelos nacieron en nuestro país— esta psicóloga natural de Venezuela agradece, aparte de los alimentos y ropa que ha recibido, cómo la fundación le ha ayudado a tejer redes. «He hecho muy buenas amigas y en momentos libres colaboro como voluntaria». Por ejemplo, durante la Operación Patuco, una gran recogida de alimentación e higiene. «Y las cosas que va dejando mi niño, las dono a otras madres para devolver el favor», añade. Mientras homologa sus estudios, Natasha limpia algunas casas por horas. Ese salir a ganarse el pan es posible gracias a los talleres de Fundación Madrina para conseguir plaza en una guardería pública, una carrera de obstáculos que sorteó gracias a la ayuda de sus técnicos. También ha recibido formación para hacer currículos y bordar las entrevistas de trabajo y consiguió el título de manipuladora de alimentos, lo que le permitió trabajar en un supermercado. Finalmente, se muestra orgullosa de haber pasado del desánimo a poder ayudar a más madres como ella.
Después de dos años viviendo en España y hablando el idioma a la perfección, Yamuoussa se conoce de memoria la escena: «Puedes contactar con alguien por teléfono y que todo vaya bien, pero cuando visitas la casa te dicen que ya han cogido a otro. No es fácil para un negro encontrar habitación en Madrid». Él lo ha logrado con apoyo de la Fundación San Juan del Castillo-Pueblos Unidos, un ente dependiente de la Compañía de Jesús. Le han ayudado a abonar la fianza, el primer mes y la garantía de un cuarto en la misma casa donde vive Ibra, un senegalés al que la entidad empoderó hace más de diez años que sirve de referente al joven y da la cara ante el propietario.
Sentados a la mesa del salón, Felipe Rojas, el responsable de comunicación de la institución, diagnostica que, cada vez más, «nos encontramos con jóvenes con permiso y empleo de nuevo en la calle». «Es terrible porque, después de todo el trabajo que realizan, vuelven al mismo punto de partida». Con Yamuoussa se han empeñado en que no suceda así y, nada más llegar a la capital, le ayudaron a formarse y encontrar trabajo fijo como panadero. A su juicio, basta con esa primera ayuda para que los migrantes acaben desarrollando un proyecto de vida autónomo. Sufragando solo unos meses estos primeros gastos, ellos mismos pueden con los demás. «Si tienes ganas, trabajas y quieres aprender, puedes ser independiente», confía este guineano.
María Luisa tiene 66 años, una pensión no contributiva de 500 euros y «a alguna señora le limpio la casa un par de horitas». En la medida de sus posibilidades, se sostiene a sí misma, al igual que las seis compañeras que viven con ella en una de las casas que la Fundación Lázaro tiene en el barrio de Prosperidad. «Yo me encargo del jardín de abajo y otra de los baños del pasillo». Los compañeros del piso para hombres, en el mismo bloque, también limpian y ordenan la sala común donde organizan dinámicas, pues este es un proyecto en el que antiguas personas sin hogar y jóvenes trabajadores comparten techo y vida. «Queremos que, a través de la amistad, las personas se vuelvan a insertar en la sociedad», amplía Bernabé Villalba, responsable de comunicación. «Lázaro es como una familia, lo hablamos todo y hacemos oración juntos en la capilla», cuenta María Luisa. Ella, que conoció el proyecto a través de las hijas de la Caridad que gestionan un comedor cerca de Noviciado y la ONG Mundo Justo, cuenta cómo una de las máximas de su casa es «echarse una mano». También entre gente ajena al piso, porque «todas las semanas hay eventos y vienen vecinos de la zona».