Con una belleza lírica que deslumbra, La vida secreta de nuestras mascotas es una minidocuserie de tan solo cuatro capítulos («Inteligencia», «Comunicación», «Supersentidos» y «Atletismo»), y de solo media hora cada uno, que hará las delicias de los más pequeños de la casa. Es como un documental de esos de La 2, pero pensado para que niños de entre 7 y 12 años se queden pegados a la pantalla. Calidad estética de las imágenes aparte, la serie tiene tres cosas a su favor: el enfoque, más centrado en lo que no se ve a primera vista, y que no es lo habitual en documentales de animales o en serie de adiestradores de perros; la variedad de mascotas, ya que desfilan por supuesto perros y gatos, pero también loros, conejos, tortugas, dragones barbudos o ratas (sí, ratas que conducen coches de juguete), y su brevedad, que la hará idónea para una generación animalista y que anda más bien escasa de ese tesoro llamado atención.
Con estos mimbres es una pena que el cesto final esté lleno de agujeros. Lo de casi siempre: en lugar de colocar a los animales en su justo sitio y apuntar, al menos, hacia el sentido que tiene una ecología integral, se humaniza a los animales («son como personas», «en seguida me di cuenta de que era algo más un conejo»), en un tipo de discurso que encaja como un guante en un tiempo que, mientras deshumaniza a personas, plantea una suerte de especismo a la inversa: habrá que terminar reconociendo que los inferiores somos nosotros, los seres humanos.
Sus hijos pequeños disfrutarán, y, con los mayores (10-12 años, a partir de ahí, la serie les va a aburrir), lo más que les puede tocar es responder a alguna pregunta sobre las cuestiones de fondo que se plantean. Visto así, es hasta una buena oportunidad para recordarles y recordarnos todos que la vida no funciona con los parámetros de Disney.