Este domingo comenzamos el tiempo de Adviento, un tiempo de gracia en el que el Señor, a través de la Iglesia, nos invita a prepararnos para acoger al Señor que nace, que viene junto a nosotros, que vuelve a preguntarnos si estamos dispuestos a darle nuestra carne, nuestro tiempo, pues Él quiere entrar en nuestra vida concreta. ¡Qué tiempo más singular! El Señor entra en nuestra historia a través de nosotros. Entra para llevar la alegría de Dios a los hombres. El verdadero regalo y el más grande, del que hoy sentimos una necesidad especial, es conocer a Dios, conocer a Dios que se hizo Hombre. ¡Qué maravilla poder captar la presencia de Dios entre nosotros!
Para captar la presencia de Dios a través de los tiempos y en momentos singulares de nuestra vida, he querido acercaros a los santos que han vivido entre nosotros en diversas circunstancias. Igual que hicieron los apóstoles, confirmar a los hermanos en la fe ha de ser nuestra misión y pasión. Os recuerdo cuando Pedro predicó a la multitud en Jerusalén el día de Pentecostés: había peregrinos venidos de todas las partes y daba testimonio de Jesucristo, un testimonio que hizo que muchos abrazaran la fe. También entre nosotros, en Madrid, ha habido hombres y mujeres que han sido testigos fuertes de Jesucristo, que se han acercado a los hombres y mujeres de su tiempo y que, por su fe manifestada con obras, han acercado a muchos a Jesucristo.
Hace unas semanas presenté la Ruta de la Santidad, que recorre distintos sepulcros de santos enterrados en Madrid. Es cierto que hay otras rutas, pero esta es la más revolucionaria, la que nos hace encontrarnos con nosotros mismos y con los demás con todas las consecuencias gracias a esa fascinación por Jesucristo que tuvieron esos hombres y mujeres que vivieron aquí. Fascinados por la belleza de Dios y por su verdad, se dejaron transformar la vida progresivamente, renunciando a todo e incluso a sí mismos. Solamente necesitaban el amor de Dios: este amor les bastaba y lo manifestaban en el servicio y en la entrega desinteresada a los demás.
Al pensar en esta Ruta de la Santidad me vino a la mente san Benito. Cuando él fundó la institución monástica su objetivo fundamental no era la evangelización de los pueblos, sino la búsqueda de Dios. Nos lo dice y lo hace con esa expresión latina: «Quaerere Deum». Él bien sabía que, cuando entramos en una relación profunda con Dios, no nos contentamos con una vida vivida en la mediocridad o en la superficialidad. Por ello los monjes no anteponen nada al amor de Cristo. Y esto es lo que hacen los santos. Y esto es lo que me encontré con los que vivieron en Madrid.
Ser santo no es un privilegio de unos pocos, sino que, por el Bautismo, todos los cristianos tenemos la herencia de poder llegar a serlo. Tenemos la vida del Señor; todos podemos hacer un camino, el de Cristo. A lo largo de la historia de Madrid han aparecido hombres y mujeres que iniciaron el camino de las bienaventuranzas, que es el camino de la santidad. Con su testimonio, con sus obras que aún perviven, nos animan a fiarnos de Dios; nos alientan a no tener miedos que siempre paralizan, nos llevan a ser valientes, a ir contra corriente; nos muestran que, cuando permanecemos fieles a Dios y fieles a su Palabra, incluso ya en esta tierra, experimentamos su amor y, como los santos, lo sabremos regalar a quieres encontramos.
La santidad es la verdadera revolución y es la que puede promover la verdadera reforma de la Iglesia y la transformación de este mundo. Y esta es posible para todos los hombres. ¿Dónde aprendieron los santos a serlo? Su gran escuela fue la Eucaristía; cuando se participa en ella, cuando pasamos largos ratos de adoración, comprendemos mejor y nos animamos a vivir de ese amor que supera todo conocimiento y nos lleva a hacerlo visible amando y sirviendo a los hermanos.
En la presentación de la Ruta de la Santidad animé a mirar la realidad con los ojos de los santos, quienes descubrieron que el primer deber para sanar este mundo es conformar la vida llenándola del amor de Dios. La santidad es posible y merece la pena. Quizá sea bueno recordar algunas expresiones de Jesús que los santos acogieron en sus vidas. Respondamos como ellos a esta pregunta: «¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde la propia vida?» (Mt 16, 26). Jesús nos propone la senda de la santidad: «Quien pierda su propia vida por mi causa, la encontrará» (Mt 16, 25). Y asevera con una fuerza extraordinaria: «Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, cargue con su cruz y me siga» (Mt 16, 24).
La vocación cristiana surge de una propuesta de amor del Señor y solamente puede realizarse con una respuesta nuestra de amor. La santidad es un don de Dios, es una gracia que cambia nuestro corazón. ¡Qué bueno es dejarnos invitar a la entrega de la vida sin cálculos o intereses humanos! Con una confianza ilimitada en el Señor. En la Ruta de la Santidad de Madrid vemos hombres y mujeres que se pusieron a seguir a Jesucristo muerto y resucitado, que no se pusieron ellos en el centro, que quisieron vivir según el Evangelio.