«Tienen una fe fuerte. A pesar de la tristeza, cuando hablas con ellos, en la conversación se escucha decir varias veces: Gracias a Dios»: son palabras del sacerdote argentino padre Luis Montes, que permanece en Bagdad junto a las familias cristianas iraquíes que están sufriendo muy directamente el dolor de la persecución, y que dan precioso testimonio de la suave fuerza de la fe. Y en su mensaje a los miles de cristianos refugiados en el Kurdistán iraquí, el pasado día 6, el Papa Francisco les decía: «Parece que no quieren que allí haya cristianos, pero vosotros dais testimonio de Cristo. Pienso en las llagas, en el dolor de las madres con sus hijos, de los ancianos y de los desplazados, en las heridas de los que son víctimas de todo tipo de violencia». Quería el Papa «saludar a todos y cada uno, junto con el cardenal Barbarin», que les ha llevado «la preocupación y el amor de toda la Iglesia». Y les dice: «Quisiera estar allí, pero ya que no puedo viajar, lo hago con este mensaje…; ¡sabed que estoy muy cerca de vosotros en estos momentos de prueba! Estáis en mi corazón, en mi oración, y en los corazones y oraciones de todas las comunidades cristianas, a las que pediré que recen especialmente por vosotros». No es un recurso de la impotencia, la oración es la fuente de verdadera fuerza que vence todo Mal, y por eso el Santo Padre ora así: «Pido al Espíritu que hace nuevas todas las cosas, que dé a cada uno de vosotros fortaleza y resistencia. Son dones del Espíritu Santo».
Frente a la violencia desatada, frente al Mal que destruye y asola poblaciones enteras, ¿qué pueden las fuerzas humanas sin la fe? A la vista están las consecuencias, y no pueden ser más claras en Oriente Medio, sobre todo en Siria y especialísimamente en Irak. En su discurso al cuerpo diplomático cerca de la Santa Sede, en enero de 2003, haciendo el balance de tanto dolor y violencia a lo largo y ancho del mundo, el Papa Juan Pablo II fijó su mirada en esta tierra en que nació y creció el cristianismo: «Y ¿qué decir de la amenaza de una guerra que podría recaer sobre las poblaciones de Irak, tierra de los profetas, poblaciones ya extenuadas por más de doce años de embargo?» Doce años antes, nada más estallar la anterior Guerra del Golfo, ya el santo Papa, y no era la primera vez, declaró con fuerza su No a la guerra: «En estas horas de grandes peligros, quisiera repetir con fuerza que la guerra no puede ser un medio adecuado para resolver completamente los problemas existentes entre las naciones. ¡No lo ha sido nunca y no lo será jamás!» Y ante la amenaza sobre Irak del año 2003, que acabó consumándose, san Juan Pablo II volvía a repetir que «la guerra nunca es un medio como cualquier otro, al que se puede recurrir para solventar disputas entre naciones». Y añadía a los representantes de casi todas las naciones del mundo, con toda mesura y realismo: «Como recuerda la Carta de la Organización de las Naciones Unidas y el Derecho internacional -siguiendo en definitiva las enseñanzas de la Iglesia-, no puede adoptarse, aunque se trate de asegurar el bien común, si no es en casos extremos y bajo condiciones muy estrictas, sin descuidar -¡he aquí un requisito determinante!- las consecuencias para la población civil, durante y después de las operaciones».
Las terribles consecuencias para la población iraquí, y en particular para los cristianos, no pueden ser más palpables en todos estos días de preparación a la Navidad. Como no puede ser más palpable la fuerza suave de la fe que vence todo Mal. Como los desplazados María y José en la noche de Belén, hoy los cristianos iraquíes no dejan de tener consigo a Jesús y, aun en medio de todo el dolor del mundo, pueden proclamar la Paz en la tierra, precisamente porque ha llegado del cielo, y por eso pueden cantar, con los ángeles: ¡Gloria a Dios! He ahí el secreto de la fe vencedora, que genera una esperanza cierta. Como testimonian las páginas de portada de este número de Alfa y Omega, la «lucha diaria de los cristianos de Irak» consiste en mantener la esperanza en sus condiciones tan difíciles y dolorosas; no cualquier esperanza, sólo la verdadera, la que no defrauda, porque está anclada en la fe en Jesucristo, cuya fuerza se pide y se acoge en la oración. Lo cual no significa huir de las imperiosas necesidades materiales de cada día, ¡todo lo contrario! Es precisamente la fe la fuente del amor que atiende toda necesidad, y eso lo saben bien los desplazados cristianos iraquíes. Nos lo cuenta así el padre francés Grosjean, que acompaña a los refugiados en el Kurdistán iraquí: «Nuestra oración sostiene su esperanza. Porque antes de agua, gas o electricidad, nos piden que les mantengamos en nuestra oración». He ahí la suave poderosa fuerza de la fe, que puede verse en la cristiana iraquí que ilustra esta página.