La sed de Dios - Alfa y Omega

La sed de Dios

Domingo de la 3ª semana de Cuaresma / Juan 4, 5-42

Juan Antonio Ruiz Rodrigo
Jesús y la samaritana en el pozo de A. Kauffmann. Neue Pinakothek de Múnich. Foto: Cybershot800i.

Evangelio: Juan 4, 5-42

Llegó Jesús a una ciudad de Samaría llamada Sicar, cerca del campo que dio Jacob a su hijo José; allí estaba el pozo de Jacob. Jesús, cansado del camino, estaba allí sentado junto al pozo. Era hacia la hora sexta. Llega una mujer de Samaría a sacar agua, y Jesús le dice: «Dame de beber». Sus discípulos se habían ido al pueblo a comprar comida. La samaritana le dice: «¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy samaritana?» (porque los judíos no se tratan con los samaritanos). Jesús le contestó: «Si conocieras el don de Dios y quién es el que te dice “dame de beber”, le pedirías tú, y él te daría agua viva». La mujer le dice: «Señor, si no tienes cubo, y el pozo es hondo, ¿de dónde sacas el agua viva?; ¿eres tú más que nuestro padre Jacob, que nos dio este pozo, y de él bebieron él y sus hijos y sus ganados?». Jesús le contestó: «El que bebe de esta agua vuelve a tener sed; pero el que beba del agua que yo le daré nunca más tendrá sed: el agua que yo le daré se convertirá dentro de él en un surtidor de agua que salta hasta la vida eterna». La mujer le dice: «Señor, dame esa agua: así no tendré más sed, ni tendré que venir aquí a sacarla». Él le dice: «Anda, llama a tu marido y vuelve». La mujer le contesta: «No tengo marido». Jesús le dice: «Tienes razón, que no tienes marido: has tenido ya cinco, y el de ahora no es tu marido. En eso has dicho la verdad». La mujer le dice: «Señor, veo que tú eres un profeta. Nuestros padres dieron culto en este monte, y vosotros decís que el sitio donde se debe dar culto está en Jerusalén». Jesús le dice: «Créeme, mujer: se acerca la hora en que ni en este monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre. Vosotros adoráis a uno que no conocéis; nosotros adoramos a uno que conocemos, porque la salvación viene de los judíos. Pero se acerca la hora, ya está aquí, en que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y verdad, porque el Padre desea que lo adoren así. Dios es espíritu, y los que lo adoran deben hacerlo en espíritu y verdad». La mujer le dice: «Sé que va a venir el Mesías, el Cristo; cuando venga, él nos lo dirá todo». Jesús le dice: «Soy yo, el que habla contigo». En esto llegaron sus discípulos y se extrañaban de que estuviera hablando con una mujer, aunque ninguno le dijo: «¿Qué le preguntas o de qué le hablas?». La mujer entonces dejó su cántaro, se fue al pueblo y dijo a la gente: «Venid a ver un hombre que me ha dicho todo lo que he hecho; ¿será este el Mesías?». Salieron del pueblo y se pusieron en camino adonde estaba él. Mientras tanto sus discípulos le insistían: «Maestro, come». Él les dijo: «Yo tengo un alimento que vosotros no conocéis». Los discípulos comentaban entre ellos: «¿Le habrá traído alguien de comer?». Jesús les dice: «Mi alimento es hacer la voluntad del que me envió y llevar a término su obra. ¿No decís vosotros que faltan todavía cuatro meses para la cosecha? Yo os digo esto: levantad los ojos y contemplad los campos, que están ya dorados para la siega; el segador ya está recibiendo salario y almacenando fruto para la vida eterna: y así, se alegran lo mismo sembrador y segador. Con todo, tiene razón el proverbio: uno siembra y otro siega. Yo os envié a segar lo que no habéis trabajado. Otros trabajaron y vosotros entrasteis en el fruto de sus trabajos». En aquel pueblo muchos samaritanos creyeron en él por el testimonio que había dado la mujer: «Me ha dicho todo lo que he hecho». Así, cuando llegaron a verlo los samaritanos, le rogaban que se quedara con ellos. Y se quedó allí dos días. Todavía creyeron muchos más por su predicación, y decían a la mujer: «Ya no creemos por lo que tú dices; nosotros mismos lo hemos oído y sabemos que él es de verdad el Salvador del mundo».

Comentario

El Evangelio presenta la escena de la mujer samaritana. Jesús, después de encontrarse con Nicodemo (doctor de la Ley y rabino), es decir, después de encontrarse con el judaísmo oficial, quiere encontrarse con sus hermanos cismáticos (el judaísmo heterodoxo), que pertenecían al pueblo de Dios, pero habían estado separados durante siglos. En esta página distinguimos varios elementos:

• Samaría. Es todo un símbolo. Recordemos la parábola del buen samaritano en Lucas. Para un judío observante es territorio hostil y herético. Se han mezclado con los paganos, se han separado del templo, han sido culpables de la división… Intentaron que Jesús no pasara por allí y Él tuvo que corregir a los suyos para que no los maldijeran. Ahí hay algo simbólico. ¿Jesús es enemigo de Samaría? ¿Rechaza esa fe deficiente, semiherética, no muy ortodoxa?

• El pozo de Jacob. Es el pozo de la antigüedad, excavado por manos humanas, aunque sean muy buenas y dignas. Pero es un pozo limitado, que no es de agua viva, limpia. Es el Antiguo Testamento y todos nuestros viejos testamentos. No es la tradición que arranca del corazón de Dios y se realiza en Cristo. Son las tradiciones, las costumbres. Ese pozo no sacia.

• Jesús pide de beber. Dios tiene sed. Se ha hecho humano y padece como humano. En la cruz dirá: «Tengo sed» (Jn 19, 28-29). Tiene sed de agua, está muriéndose. Pero sobre todo tiene sed del ser humano. La sed corporal de un hombre desangrado y deshidratado no era más que la exteriorización de una sed mucho más profunda. Es la sed de Jesús, pero también la sed del Padre en Jesús, que tiene sed de una humanidad nueva, entrañable. Por eso es capaz de pagar el precio más que un padre puede pagar: la vida de su propio hijo.

• La mujer con cinco maridos. Es una mujer equivalente a la imagen de la pecadora del Evangelio, aunque aquí es más compleja la situación. No es una mujer a la altura de Jesús. Es la mujer que ha ido recogiendo las migajas de la vida, que está derrotada, que ha fracasado en sus matrimonios. Es Samaría. Esto no supone desprecio de Jesús, sino acogida cariñosa. Jesús pide de beber, pero ofrece el agua de la vida.

• Cuando la mujer intuye —esto es la fe— quién es Jesús sale a dar la noticia. Y al final los samaritanos dirán: «Ya no creemos por lo que tú dices; nosotros mismos lo hemos oído y sabemos que él es de verdad el Salvador del mundo».

La sed es símbolo del deseo, y el ser humano es un deseo de infinito: «Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti», exclama san Agustín en las Confesiones. O el ser humano es un error de la naturaleza disconforme con su condición de criatura y, por eso, descontento, ambicioso, destructivo, o su alma es un anhelo inextinguible puesto en él por su Creador.

Somos un majestuoso edificio con más ventanales que piedras; con los muros calculados para que los vanos abran las paredes de par en par. En una palabra: somos una catedral abierta a la Luz, nostálgica siempre de esa Luz. Por eso, por esa apertura total, somos extremosos hasta parecer irracionales. Nuestros amores se disparan hasta la adoración de lo que no lo merece. Pero nuestros odios van más allá de la venganza hasta destruir a la persona que odia. Somos pasión sin límite, fuego ardiente para bien o para mal. Somos demasiado apasionados. Solamente un gran amor a quien ha puesto este exceso puede darnos la paz necesaria para amar a cada cosa y a cada persona con el amor adecuado, y puede evitarnos destruir incluso aquello que amamos con ese amor desmesurado que no le corresponde.

Cuando no se soporta la sed, que es parte de nuestro ser, nuestra mente inventa espejismos, como en el desierto. Solamente la esperanza que nos trae el Señor es capaz de dirigir el deseo a su verdadero objetivo, de moderarnos sin eliminar esa ansia de infinito. La esperanza es la certeza absoluta de ser nosotros deseados por Quien está más allá del deseo.

En este tercer domingo de Cuaresma, podríamos dirigir al Señor con confianza esta oración: «Líbrame de la tentación contra la esperanza, porque mi sed es sed de ti. No quiero beber en ningún pozo de Jacob, en ningún pozo de las pequeñas tradiciones que a veces nos oprimen. Quiero beber en el río que nace de tu costado, en el mar del amor infinito de Dios. Quiero sumergirme como me sumergí en mi Bautismo. Quiero ser un pez cogido por las redes del Señor, y llevado a la barca del Pescador».