«La revolución de Cristina fue entregar a Dios su vida»
«Lo que hizo por Riccardo es algo normal», explica Carlo Mocellin, marido de la recién decretada venerable por negarse a recibir quimioterapia embarazada y salvar la vida de su hijo
La dulzura del amor de Dios desparramaba su luz todas las veces que Riccardo conciliaba el sueño en el regazo de su madre. Fueron 15 meses de ternura cotidiana, hasta que llegó la muerte. Todos sabían que su sombra iba a oscurecerlo todo antes o después, pero eso nunca fue lo más importante. A Maria Cristina Cella Mocellin le diagnosticaron por segunda vez en su vida un sarcoma en la pierna cuando estaba embarazada de pocos meses de su tercer hijo. Un regalo del cielo incompatible con la quimioterapia. «Nunca nos sentamos a debatir qué era lo que teníamos que hacer. Tampoco puedo considerarlo como una decisión premeditada. Fue sencillamente la consecuencia lógica de quien vive de forma radical el amor de Jesús», narra al teléfono su marido, Carlo Mocellin, con la serenidad que da la coherencia vital. Y continúa: «Lo que hizo por Riccardo es algo normal. La verdadera revolución de Cristina fue entregar a Dios su vida. Sabía que con Él estaba a salvo, por eso no fue un sacrificio».
A Carlo le quema por dentro leer artículos que definen a su mujer como una «madre coraje». Ella brillaba sin hacer ruido. «Fue un ángel de Dios. Una mujer que amaba la vida», destaca.
—Pero muchos pueden pensar que fue una injusticia lo que le pasó a su familia…
—Esos discursos salen de las mentes que son humanas y limitadas. Respeto a los que piensan así porque no han tenido experiencia del amor de Dios. Es algo tan profundo que te cambia la perspectiva. Si lo dices con palabras nadie te cree. Yo tengo la suerte de haberlo experimentado de manera concreta.
Carlo se pone como ejemplo. Él mismo dudó y sintió miedo. «Los últimos días en el hospital fueron muy difíciles. Yo le decía: “Quiero ser como tú”». De hecho, «regresar sin ella a casa fue una tortura. Era un viudo que no había cumplido los 30 y al que le esperaban tres niños pequeños». «Yo quería que se curase», deja claro. Pero tras la rabia y el dolor, llegó la abnegación de que era la voluntad de Dios. «Cristina nunca quiso convencerme de nada. También sufría y lloraba, pero rezaba a Dios y me pedía que hiciese lo mismo, que le hablase desde el corazón, que le mostrase mi enfado. Con el tiempo me di cuenta de que el verdadero enfermo era yo», señala. «Nos dejamos arrastrar por problemas cotidianos, encerrados en nuestro egoísmo… pero todo se desvanece cuando dices sí a Jesús».
Maria Cristina –que fue declarada venerable por el Papa el pasado 30 de agosto– habría cumplido 52 años el día 18 del mes pasado, pero la suya es una vida eterna. «Cuando se abre la perspectiva de la eternidad, te dices a ti mismo: “¿Y qué soy yo, más que un pobre hombre con unas fatigas y preocupaciones que duran solo unos cuantos años?», reseña. Si algo la definía era la confianza plena en Jesús. «Ahora yo también sé que si te pide algo es para darte algo más grande. Está usando a Cristina para ayudar a muchas personas en el mundo que necesitan un testimonio como el suyo».
Carlo y su familia la echan de menos «todos los días», aunque ya han pasado casi 26 años. Pero siente que su mujer «es una presencia continua». Sus hijos han crecido sin la ayuda de su madre, pero está convencido de que Dios les «recompensará». «No vivimos juntos a nivel físico, pero la experiencia del amor para nosotros ha roto la condición del tiempo», concluye.
Junto a Cella, Francisco autorizó la promulgación de los decretos relativos a las virtudes heroicas de la sierva de Dios Enrica Beltrame Quattrocchi y del fraile franciscano Plácido Cortese. Enrica fue la última hija del beato Luigi Beltrame Quattrocchi y María Corsini. Su vocación fue acompañar a sus ancianos padres, la enseñanza y la ayuda a los más necesitados. El fraile Cortese asistió a croatas y eslovenos en los campos de concentración italianos. Tras el armisticio de 1943, trabajó para facilitar la huida de antiguos prisioneros aliados, pero también de personas perseguidas por los nazis, incluidos los judíos. Esta voluntad fue interpretada por los alemanes como actividad política, motivo por el que fue torturado y asesinado.