La resurrección, un encuentro con el Amigo
32º domingo del tiempo ordinario / Evangelio: Lucas 20, 27-38
Después de su entrada mesiánica en Jerusalén, Jesús va al templo, que es el corazón de la vida de alianza entre Dios y su pueblo. Representantes de los diversos grupos religiosos de Israel, cada vez más irritados por su autoridad y decididos a darle muerte (cf. Lc 19, 47), lo interrogan para atraparlo. En el Evangelio de este domingo escuchamos la polémica que enfrenta a Jesús con los saduceos, los poderosos de la nobleza sacerdotal, que le cuestionan sobre la resurrección de los muertos. Basándose en una interpretación literal de la ley de Dios, niegan que exista la resurrección.
También hoy hay muchos saduceos, que tratan de hacer de esta vida la única vida. Cuando no es posible vivirla con alegría y plenitud piensan que no tiene sentido continuar viviendo. El resultado es ignorar la muerte, darle la vuelta. No hay esperanza. No se mira a la muerte, sino que se adelanta (eso es el suicidio) para no sufrirla como pasión y como don. El suicida —en el fondo del saduceo hay uno— es alguien que se niega a morir y, por tanto, adelanta su muerte para no morir tal y como llegue la muerte, sino pacífica y serenamente, sin darse cuenta.
Sin embargo, los cristianos creemos en el Señor, y sabemos que el cuerpo resucitado será un cuerpo glorificado. No será un cuerpo con las necesidades materiales actuales, pero será un cuerpo. Habrá varón y habrá mujer. La razón es clara. Mi cuerpo es mi historia y, si he vivido como varón o como mujer y dejo de serlo en la resurrección, mi cuerpo no habría resucitado, sino que resucitaría otro cuerpo o ninguno. ¿Cómo resucitar sin recuperar lo que yo he vivido, padecido, luchado? ¿Cómo resucitar sin arrastrar mi experiencia básica en la vida? Ciertamente, imaginar el cielo al modo actual e imaginar al varón y a la mujer como ahora es un error. La resurrección transformará todo, y el cuerpo será glorificado, lleno de luz y de gloria.
Por último, aparece en el Evangelio de este domingo el Dios amigo de la vida. Él, que todo lo hizo bueno y no desea la muerte de nada, ¿cómo va a abandonar a sus amigos? ¿No vino a ser uno de nosotros? Él es el Amigo y no puede morir del todo ni puede morir definitivamente quien tiene tal Amigo.
Meditemos sobre la resurrección y su significado. Es un hecho de amistad. Es un encuentro de amigos: del Amigo y de sus amigos, que somos nosotros. Solo la amistad es capaz de resucitar a alguien, y humanamente hablando esto también lo tenemos que aplicar a su debido nivel. Tener amigos de verdad es estar tocando la resurrección. En el fondo, el pasaje es una continuación de nuestra meditación del día de Todos los Santos y del día de los difuntos, esa gran fiesta en dos jornadas que une a los santos con los difuntos que están ya en la vía de la santificación, en la purificación. Si hay resurrección, la muerte es la entrega de lo vivido en manos del que nos ha dado la vida. Es la vida que el Señor nos ha regalado: en el fondo es su vida, que ahora se la entregamos. La muerte para nosotros es el final de la vida como periodo de ejercicio de la libertad que Dios nos ha dado para madurar en el amor, para colaborar con Él. Pedimos perdón, perdonamos, y decimos: «Todo se ha consumado» (cf. Jn 19, 30).
Ciertamente, solo se vive una vez, pero una vez para toda la eternidad. No se trata de aprovechar la vida para ser feliz, sino de vivir con toda la hondura, la dignidad, la libertad y el amor al bien. Vivir es acoger la vida cada día, es discernir la voluntad de Dios, es entregarme cada día al hermano para que el hermano viva y se realice. Es decir, vivir es perder la vida (cf. Mt 16, 25).
Estamos bautizados en Cristo, y hemos compartido ya inicialmente su Muerte y su Resurrección. Antes estábamos en la tumba, como Lázaro (cf. Jn 11, 38-44), atados por las vendas y tapados como prisioneros por una losa pesada, lejos de la vida. Era una tumba que habían fabricado nuestras cobardías: el miedo a amar, a entregarnos, a trabajar por la justicia, a perder nuestro tiempo en provecho de los demás. Así estábamos, con el corazón frío, como los discípulos. Pero aparece el Amigo, que llora nuestros miedos, y se acerca a la tumba que hemos fabricado. Da un grito, que se oye hasta en la eternidad: «¡Lázaro, sal fuera!». Es el grito con el que empezó la creación. Y cuando lo oímos empieza ya nuestra resurrección en esta vida, porque empezamos a darle un empujón a la losa y comenzamos a salir.
Qué palabra tan significativa salir, como Abraham, como Moisés, como Elías… y como Jesús, que salió del hogar divino para hacerse hombre y morir; como los santos, que abandonaron su nivel de vida, sus seguridades, su familia, para servir. Rompamos las ataduras del sepulcro, demos una patada a la losa, perdamos nuestros miedos, acerquémonos al prójimo y compadezcámonos de sufrimiento del hermano, empleemos nuestras horas en darlas a los demás, olvidémonos de nosotros mismos… Iremos por la vida, veremos muchas losas y gritaremos «¡Lázaro, sal fuera!», y más de uno empezará a vivir, no porque nuestra voz tenga poder, sino porque en el fondo es la del Amigo.
En aquel tiempo, se acercaron algunos saduceos, los que dicen que no hay resurrección, y preguntaron a Jesús: «Maestro, Moisés nos dejó escrito: “Si a uno se le muere su hermano, dejando mujer, pero sin hijos, que tome la mujer como esposa y dé descendencia a su hermano”. Pues bien, había siete hermanos; el primero se casó y murió sin hijos. El segundo y el tercero se casaron con ella, y así los siete, y murieron todos sin dejar hijos. Por último, también murió la mujer. Cuando llegue la resurrección, ¿de cuál de ellos será la mujer? Porque los siete la tuvieron como mujer». Jesús les dijo: «En este mundo los hombres se casan y las mujeres toman esposo, pero los que sean juzgados dignos de tomar parte en el mundo futuro y en la resurrección de entre los muertos no se casarán ni ellas serán dadas en matrimonio. Pues ya no pueden morir, ya que son como ángeles; y son hijos de Dios, porque son hijos de la resurrección. Y que los muertos resucitan, lo indicó el mismo Moisés en el episodio de la zarza, cuando llama al Señor “Dios de Abrahán, Dios de Isaac, Dios de Jacob”. No es Dios de muertos, sino de vivos: porque para él todos están vivos».