La higuera de Zaqueo - Alfa y Omega

La higuera de Zaqueo

31º domingo del tiempo ordinario / Evangelio: Lucas 19, 1-10

Juan Antonio Ruiz Rodrigo
Zaqueo en el sicomoro esperando el paso de Jesús de James Tissot. Museo de Brooklyn (Nueva York).

El Evangelio de este domingo nos presenta a Jesús aproximándose a los publicanos para llevarles la salvación. El publicano era una persona rechazada de la convivencia social y excluida del culto religioso, porque era considerada perversa y enemiga de Dios. Era un recaudador de impuestos, que se aprovechaba de ello y se enriquecía a costa de engaños. Por tanto, era rechazado socialmente. En esta página del Evangelio se nos presenta uno de los signos de la vida de Jesús: un Dios que ama la vida y que quiere a todos porque, si no, no los hubiera creado, y que viene a buscar y a llamar al pecador.

La escena se sitúa en Jericó, que es la última parada para ir a Jerusalén. Es la encrucijada. Ahí se nos presenta a un publicano llamado Zaqueo. Él no ve a Jesús, no puede verlo. Pero Jesús se acerca a Zaqueo y le dice que tiene que hospedarse en su casa. El Señor quiere pisar el lugar donde vive un hombre considerado perverso, pecador. No le da miedo el contagio de ese virus, porque Él es el Hijo y con Él va el amor del Padre.

Cuando Jesús entra en la casa, Zaqueo, el hombre rico, publicano, ambicioso, le dice que la mitad de sus bienes la entregará a los pobres, y además a los que haya engañado les devolverá cuatro veces más. Seguro que Zaqueo lo cumpliría y su fortuna quedaría bastante disminuida con la presencia, la gracia y la alegría de Jesús. Porque quien encuentra el tesoro en el campo, ¿para qué va a continuar guardando y guardando si ha encontrado lo que realmente es valioso? Vende todo, compra el campo y sabe adónde tiene que ir y a quién tiene que recibir (cf. Mt 13, 44).

El Evangelio cierra con estas palabras, que son la clave: «Hoy ha sido la salvación de esta casa; pues también este es hijo de Abrahán. Porque el Hijo del hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido». En el Evangelio de Mateo Jesús dirá que «los que están sanos no tienen necesidad de médico, sino los que están enfermos» (cf. Mt 9, 12). También nosotros estamos enfermos, y el Señor viene a buscarnos. Él quiere entrar en nuestra intimidad, en nuestro corazón, en nuestra casa, en nuestras relaciones. No quiere ser simplemente un adorno en nuestra vida, sino mucho más.

El texto de este domingo señala que Zaqueo se subió a la higuera. Él no podía ver a Jesús, porque la gente se lo impedía, ya que era bajo de estatura. Sin embargo, quería verlo. Para él era esencial distinguirlo. Deseaba ver el rostro del Señor. A lo largo del Evangelio hay muchos milagros de cegueras: el ciego que se acerca a Jesús, le pide que le devuelva la vista, Jesús le pregunta si confía plenamente en Él y, a continuación, tiene lugar la curación… Sin embargo, la ceguera es de muchas maneras, y de algún modo todos la padecemos. Porque hay muchas cosas que no vemos en la vida y que deberíamos ver. La vista no solo es el ver físico, sino que también está relacionada con la libertad, con el corazón. Vemos lo que queremos, lo que nos interesa, lo que amamos. Y no vemos aquello que nos repugna o no nos interesa, o de momento es algo ajeno a nuestra vida.

¡Cuántas veces queremos ver el rostro de Jesús, conocerlo desde el corazón! Queremos que su presencia se nos manifieste y atrape, y penetre en nosotros. Pero no lo logramos. Enseguida surge la oración. Pero el milagro, que es gratuito, requiere una respuesta, una colaboración libre. Es necesario subirse a la higuera, hacer un signo, un esfuerzo de que realmente quieres ver al Señor. Es necesario dejar de mirar todo lo que nos distrae y centrar la atención en Él. ¿Cómo poder verlo si no le dedicamos tiempo, si no releemos con el corazón su Evangelio, si no tenemos ratos de silencio para contemplarlo y conocerlo? ¿Cómo poder verlo si no atisbamos su rostro en el pobre ante el cual volvemos nuestra mirada?

Seguramente todos necesitamos subirnos a una higuera, como Zaqueo, porque frente a Dios todos somos muy bajos, y además la muchedumbre, el caos mundano que nos rodea, nos impide ver a Jesús. Tenemos tantas ocupaciones, tantas obligaciones, tantos compromisos, que o nos alejamos un poco de la multitud y nos subimos a la higuera, o no vemos a Jesús. La higuera también son las personas que nos levantan y nos sostienen. Como los niños que van por la calle sobre los hombros de sus padres y ven todo desde lo alto, nosotros también necesitamos que alguien nos aúpe. Todos tenemos que pedir ayuda: acompañamiento, consejo, amistad. Cuando nuestras abuelas, o nuestras madres, o nuestros catequistas nos enseñaron a rezar y a santiguarnos, estaban aupándonos para que viéramos al Señor. Sin embargo, cuando la cultura dice que cada uno es totalmente libre y nadie tiene que deber nada a nadie ni pagar nada a nadie, cuando los hijos dejamos de ser hijos y queremos ser absolutamente independientes, renegando de nuestro origen y de los hombros que nos han alzado, no veremos al Señor.

Zaqueo, que se subió a la higuera para ver al Señor, o para que el Señor viera que tenía interés en verlo, tiene que bajar porque Jesús quiere hospedarse en su casa. Tiene que bajar con Jesús, que es el que bajó hasta lo más bajo. El Señor ha entrado en su casa, y ahora el dinero y los bienes, que habían sido la razón de su vida, no son importantes. Ahora lo realmente importante es el rostro del Señor. Que también la puerta de nuestra vida quede abierta para siempre a Él.

31º domingo del tiempo ordinario / Evangelio: Lucas 19, 1-10

En aquel tiempo, Jesús entró en Jericó e iba atravesando la ciudad. En esto, un hombre llamado Zaqueo, jefe de publicanos y rico, trataba de ver quién era Jesús, pero no lo lograba a causa del gentío, porque era pequeño de estatura. Corriendo más adelante, se subió a un sicomoro para verlo, porque tenía que pasar por allí. Jesús, al llegar a aquel sitio, levantó los ojos y dijo: «Zaqueo, data prisa y baja, porque es necesario que hoy me quede en tu casa». Él se dio prisa en bajar y lo recibió muy contento. Al ver esto, todos murmuraban, diciendo: «Ha entrado a hospedarse en casa de un pecador». Pero Zaqueo, de pie, dijo al Señor: «Mira, Señor, la mitad de mis bienes se la doy a los pobres; y si he defraudado a alguno, le restituyo cuatro veces más». Jesús le dijo: «Hoy ha sido la salvación de esta casa; pues también este es hijo de Abrahán. Porque el Hijo del hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido».