Charles Powell: «La reconciliación nacional en España es ya un hecho»
Charles Powell, director del Real Instituto Elcano y profesor de Historia de la Universidad CEU San Pablo, es uno de los mayores expertos sobre la Transición, materia para él apasionante «como objeto de estudio», aunque a su juicio «no tiene mucho sentido» apelar hoy al «consenso» de aquella época, que obedeció a «una coyuntura muy específica»
Usted afirma que la concordia fue posible en la Transición gracias al recuerdo de la guerra, unido a la firme voluntad de que aquello jamás se repitiera.
Pero más allá de este hecho generacional, España ha tenido una dificultad histórica a la hora de desarrollar instituciones democráticas y liberales. Nos podríamos remontar a principios del siglo XIX. Por lo general, las instituciones fueron por delante de la sociedad. Las constituciones españolas eran más avanzadas de lo que una sociedad todavía agrícola y atrasada permitía sustentar. En los años 70 lo que finalmente se produce es la convergencia entre el nivel socioeconómico y educativo de la sociedad y esas instituciones democráticas y liberales. Por lo tanto, aunque los referentes inmediatos son el franquismo y los horrores de la Guerra Civil, para mí el significado histórico profundo de la Transición va mucho más allá, y supone la superación de unas dificultades que España venía arrastrando desde hacía dos siglos.
¿Tiene sentido entonces hablar de reeditar el espíritu de la Transición, casi como un eslogan en un momento de incertidumbres políticas?
Yo en eso no insistiría demasiado. Se habla de segundas y terceras transiciones, pero hubo solo una: la transición de la dictadura a la democracia. Ni creo mucho en lo de reeditar procesos. Tampoco creo que tenga mucho sentido apelar al espíritu de la Transición. Debido al proceso de relevo generacional que se ha producido tampoco sería viable. El consenso se dio como superación de un disenso previo. Pero no creo que tenga sentido estar constantemente apelando a la necesidad de volver a capturar ese consenso, que obedecía a una coyuntura muy específica. Fue algo histórico, y a mí me interesa como objeto de estudio. A lo que sí cabe apelar –aunque eso creo yo que no se ha perdido nunca– es al diálogo. La democracia requiere diálogo, transacción, voluntad de resolver pacíficamente las disputas…
Una de las fracturas que se superaron entonces fue la que dividía a creyentes de no creyentes. ¿Cuál fue la aportación de la Iglesia a la Transición?
Hubo un fenómeno previo a la Transición, que fue el proceso de modernización de la Iglesia debido al Concilio Vaticano II. Históricamente en España la Iglesia había tenido dificultades a la hora de aceptar la democracia y el liberalismo, y en los años 60, gracias a la renovación generacional en España y al aggiornamento conciliar, se produce esa reconciliación de la Iglesia con la democracia y el liberalismo. Eso significa, y para mí esto es más importante, que la Iglesia, lejos de ser un obstáculo para la democracia, emitió señales muy claras a favor, y ahí está la famosa homilía de Tarancón, con ocasión de la proclamación del rey Juan Carlos. Esta actitud de la Iglesia legitima el proceso democratizador y eso, históricamente, creo que es lo más reseñable.
¿Y la fractura izquierda-derecha? En otros países de nuestro entorno, la distancia entre los principales partidos de uno y otro signo no es tan grande como en España.
Pero es perfectamente legítima. Las grandes sociedades democráticas, grosso modo, manifiestan esa tensión izquierda-derecha, aunque ahora la dinámica es más de tipo arriba-abajo. Una de las cosas curiosas en España es que el espectro político se ha mantenido casi inamovible durante 40 años. Lo que han cambiado han sido las fuerzas políticas que ocupan ese espectro político. Pero yo eso no lo considero negativo. En el momento de la Transición se estimó que la mejor manera de resolver o mitigar esa tensión era a través de la creación de un partido de centro. Sobre eso hay opiniones distintas: hay quien piensa que el centrismo estaba abocado al fracaso precisamente porque logró sus objetivos, y otros dicen que es una pena que no se mantuviera un partido de centro importante que pudiera hacer de puente entre esas dos sensibilidades. Lo que sí me interesa subrayar es que ahora tenemos un sistema de cuatro partidos, que es lo que hubo también entre el año 77 y el 82. Esto nos demuestra que el sistema es más flexible y más resiliente de lo que a veces se piensa.
La sensación es, en algunos momentos, de cierto guerracivilismo, que impide afrontar grandes cuestiones que exigen consenso.
Yo creo que la reconciliación nacional es un hecho desde hace muchas décadas, y aunque a veces hay gente y sectores que se empeñan en utilizar el pasado como parte del debate político, a grandes rasgos el pasado está totalmente superado. Y por tanto, esa confrontación izquierda-derecha se produce por lo general de manera no traumática, civilizada, y no tiene por qué hacer imposible grandes acuerdos como la reforma de la Constitución, cosa que probablemente requiera también la resolución del problema catalán.
¿Tiene solución esa fractura centro-periferia en España?
Ese es quizás el legado de la Transición más discutido, aunque también se exagera porque yo creo que, a grandes rasgos, el Estado autonómico ha sido un éxito. España ha protagonizado el proceso de descentralización administrativo y político más ambicioso de la Europa posterior a la II Guerra Mundial, aunque tendemos a centrarnos en aquellas cuestiones que suscitan mayor tensión, como el tema catalán o antes el tema vasco. Ahora bien, también es cierto que se requiere una actualización. Yo creo que el capítulo 8º tiene evidentes deficiencias. Ahora mismo tenemos la sensación de que no existiría para reformarlo un consenso igual al que existió en el 78, pero no olvidemos que, en el 78, también fue difícil. El PNV se abstuvo y algunos sectores de la derecha también, por lo que tampoco hay que idealizar ese consenso del 78. España es hoy un Estado semifederal, un estado compuesto con tensiones centro-periferias importantes. Y es verdad que un sector de la población tiene la sensación de que esto no está bien resuelto. En Bélgica pasa algo parecido, en el Reino Unido es posible que se produzca la secesión de Escocia. No estamos solos. Esto no es un consuelo necesariamente, pero la cuestión territorial se está agudizando en el contexto de la globalización y también como resultado paradójicamente de la profundización del proceso de integración europeo.
¿La globalización está herida de muerta, o el brexit y la victoria de Trump son solo accidentes pasajeros?
Hay efectivamente un gran cuestionamiento de la globalización como resultado de la crisis. El economista norteamericano Dani Rodrik habla del trilema de la globalización. Él dice que es muy difícil reconciliar globalización económica, soberanía nacional y democracia política. Es fácil tener dos a la vez, pero no las tres. Esto es lo que estamos constatando. Es posible que estemos ante el final de un fase de la globalización, y que se produzca una pausa, porque muchos de nuestros ciudadanos no perciben sus beneficios. Y tal vez dentro de 20 o 30 años se vuelva a abrir una nueva fase globalizadora.
¿Deberíamos asustarnos por la actual oleada populista?
No, yo por ejemplo creo que Trump tendrá que gobernar dentro de unos límites más o menos preestablecidos. Aunque también hay que ser sinceros: si Le Pen gana en Francia, la UE se romperá. Pero lo preocupante no es Trump, son los votantes de Trump. Con eso sí hay que tener cuidado. Trump simplemente ha sido un hábil manipulador, un hábil demagogo, que ha detectado unas ciertas preocupaciones que hay en la sociedad y las ha manipulado, las ha explotado. Pero se están excediendo quienes sostienen que esto es el fin de la democracia en Estados Unidos.
¿Qué recetas hay para frenar el descontento de la población?
Yo creo que la única receta en una época globalizada es una mejor gobernanza de la globalización, y eso requiere instituciones globales más fuertes a nivel global —y, en nuestro caso, a nivel europeo—. Y luego, un refuerzo de la democracia dentro de nuestros estados. Un problema es que muchas de las políticas imprescindibles para hacer frente a los retos actuales son de ámbito nacional: la educación, la cultura, incluso el mercado laboral. Falta a lo mejor una mejor imbricación entre el nivel nacional, el regional y el global. No es fácil, pero ese va a ser el gran reto del siglo XXI.
27 de noviembre de 1975: Por la mañana Juan Carlos I es proclamado rey de España en las Cortes. Por la tarde, el entonces arzobispo de Madrid y presidente de la Conferencia Episcopal Española, cardenal Vicente y Enrique Tarancón, celebró en la parroquia de San Jerónimo el Real una Misa de acción de gracias por el nuevo rey, a la que acudieron varios jefes de Estado.
Esa Misa y su correspondiente homilía habían sido minuciosamente preparadas muchos meses antes. En ella estaban muy interesados tanto el presidente de la Conferencia Episcopal como su majestad el rey. El primero porque, con Pablo VI, no quería que la Iglesia española quedase marcada por un régimen trasnochado, al que se vio asociada, por razones obvias, en 1939. El segundo porque la Misa de la tarde podía servir, a diferencia del acto de proclamación por la mañana en las aún Cortes franquistas, como un mensaje, para los españoles y para el mundo, que él no podía pronunciar el primer día, de reconciliación y de apertura democrática.
«Pido que seáis el rey de todos los españoles» [un «todos» pronunciado dieciséis veces], le decía Tarancón. Eran todos los españoles los que por boca de la Iglesia pedían al rey «que las estructuras jurídico-políticas ofrezcan a todos los ciudadanos la posibilidad de participar libre y activamente en la vida del país». ¿Primer discurso de la democracia española? «Nada ha cambiado pero todo será diferente», decía un titular de la prensa británica del día siguiente.
En unas recientes conferencias en Madrid dirigidas a sacerdotes, organizadas por la Congregación de San Pedro, tres autoridades indiscutibles de este momento histórico (el historiador Juan María Laboa, el embajador Marcelino Oreja, y el cardenal Fernando Sebastián) coincidían en el mismo análisis. Ni el espíritu ni los acontecimientos concretos de la Transición política podrían entenderse sin el concurso de la Iglesia; ni esta habría podido prestar ese servicio (con sus obispos, sacerdotes, y laicos) sin la previa transición que la misma Iglesia estaba viviendo tras el Concilio Vaticano II. Además, también coincidieron en que la Iglesia acertó tanto al conseguir sustituir el viejo concordato entre el Estado español y la Santa Sede por los nuevos acuerdos, aún vigentes, terminados y firmados tras la proclamación del texto constitucional; como al apoyar este texto como marco legal de derechos y libertades, de convivencia y de participación.
Marcelino Oreja contaba algo inédito para los escribanos de este capítulo de la historia. Al presentar como ministro de Asuntos Exteriores el 3 de enero de 1979 a san Juan Pablo II los nuevos acuerdos Iglesia-Estado, le leyó el artículo 16 de nuestra Constitución en el que se conjugan aconfesionalidad del Estado con reconocimiento de la Iglesia católica como «tradición prevalente». El Papa Magno se levantó, se acercó a una ventana, y tras un rato de silencio se volvió y dijo: «¿Cuándo podrá tener Polonia una Constitución como la española?».