«Nunca me quedaba sola, Dios estaba sentado mirando en lo profundo de mi alma», dice Emily Dickinson en medio de una escenografía cuya iluminación y música transportan a una atemporalidad onírica. William Luce, autor del libreto, guía al espectador a través de la vida de la poetisa, desde sus años mozos hasta su muerte. En esta adaptación, titulada La bella de Amherst, que se puede ver en el madrileño Teatro Guindalera, Dickinson dialoga directamente con el público, que se asoma al jardín y a la casa donde habitó la poetisa en Amherst, Massachusetts.
Dickinson viene de una educación religiosa calvinista. Por esa educación, Emily tenía un profundo conocimiento de la Biblia, lo que se refleja en muchas de sus poesías. Para comprender cómo vivía la religión, hay que entender el contexto histórico de la Nueva Inglaterra de esos años. Una ola de renovación evangélica surgió, y todos los que quisieran pertenecer a la Iglesia, tenían que dar un paso al frente y manifestar su radical adhesión a Jesucristo y a toda la doctrina. Emily se negó a ello, pero no de manera reivindicativa o rebelde, como ahora se especula, sino porque seguía en esa búsqueda de Dios y del lugar que ocupaba en su vida, en la naturaleza y en la realidad. Emily no fue enteramente comprendida y, tal vez, no pudo experimentar el verdadero sentido religioso, ocasionando una lejanía de la Iglesia y una reclusión en su casa. «El alma escoge su propia compañía, luego cierra la puerta», sentencia Emily, como explicando el porqué de su elegida reclusión, donde dice refugiarse del cotilleo del mundo exterior, de la burla, la incomprensión y el desaire de los hombres y mujeres de su pueblo.
Un personaje dibujado con precisión, una mujer intensa, vitalista, ingenua, sensible, a veces eufórica y hasta un tanto infantil, Emily va mostrándose al público con desparpajo y hace que nos encontremos con un ser burbujeante, que mira con curiosidad a la realidad y al mundo que le rodea y se le va la vida en intentar comprenderlo. Una verdadera ovación se merece la interpretación de María Pastor, que hace un papel excelente, se adueña del escenario sin decaer un solo momento, y lo ilumina.
Recomiendo ampliamente la obra, dirigida por Juan Pastor, y sugiero acercarse a la misma como quien se dirige a contemplar el interior de una persona, a descubrir la personalidad de la misteriosa poetisa, su pregunta por el mundo, que finalmente no es otra cosa que la pregunta por el sentido de la vida…, y Dios tiene algo que decir sobre ello.