La promesa del Amor - Alfa y Omega

La promesa del Amor

Domingo de la 6ª semana de Pascua / Juan 14, 15-21

Juan Antonio Ruiz Rodrigo
Cristo predicando de Rembrandt. National Gallery of Art, Washington (Estados Unidos).

Evangelio: Juan 14, 15-21

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Si me amáis, guardaréis mis mandamientos. Y yo le pediré al Padre que os dé otro Paráclito, que esté siempre con vosotros, el Espíritu de la verdad. El mundo no puede recibirlo, porque no lo ve ni lo conoce; vosotros, en cambio, lo conocéis, porque mora con vosotros y está en vosotros.

No os dejaré huérfanos, volveré a vosotros. Dentro de poco el mundo no me verá, pero vosotros me veréis y viviréis, porque yo sigo viviendo. Entonces sabréis que yo estoy en mi Padre, y vosotros en mí y yo en vosotros. El que acepta mis mandamientos y los guarda, ese me ama; y el que me ama será amado por mi Padre, y yo también lo amaré y me manifestaré a él».

Comentario

En este domingo anterior a la fiesta de la Ascensión, la página del Evangelio de Juan sigue siendo parte del discurso de despedida de Jesús en la Última Cena. Jesús se está despidiendo y, al mismo tiempo, está animando, mientras recuerda que en el Padre hay muchas moradas para acoger a todos, y que Él va por delante.

Pero en este pasaje que proclamamos en este domingo VI de Pascua Jesús dirá algo más: Él va a pedir al Padre y su oración permanente, eterna, será la que dé a sus discípulos otro defensor que esté siempre con ellos. Lo llama abogado defensor, el que sostiene su causa, el que los representa ante el mundo y los defiende. Pero no solo es eso: se trata del Espíritu de la Verdad, el que les hace vivir profundamente la Verdad y les ayuda a expresarla de palabra y de obra.

Además, ese Espíritu que Cristo va a pedir permanentemente al Padre, ese Espíritu abogado defensor, ese Espíritu de la Verdad es la causa de que no queden huérfanos. Si Él les enseñó a decir «Padre» desde su unión con Él, al desaparecer Él podrían recaer en la orfandad. Entonces habrían aprendido la Palabra, pero el Padre no habría respondido a lo que esperaban y la Palabra podría quedar vacía, sin contenido, sin espíritu, sin sentimiento.

La promesa de Jesús a sus discípulos es clara: «No os dejaré huérfanos». Están unidos a Él, que es el Hijo, y como Él está con el Padre, ellos estarán con Él diciendo: «Padre». Y al que guarda los mandamientos lo ama el Padre, y lo ama Él, y se revelará a Él. Es un anuncio en el final de la vida, cuando está intentando consolar. De hecho, el otro término con el que se conocerá al Espíritu Santo es consolador, que Jesús promete y que Él quiere dejar para que ese sentimiento profundísimo de hijos, esa constitución que hemos recibido de Él de ser hijos del Padre, esa capacidad para clamar «¡Padre!» desde el fondo del corazón, no se deteriore, no se pierda, sino todo lo contrario. Que estando aquí estén con Él. Que no viendo al Padre lo estén viendo a través de Jesucristo. Entonces lo que Jesús ha hecho y ha dicho, lo que ha dejado, su gran herencia, estará en ellos. Es la gran promesa de Jesús.

Por eso, las palabras de Jesús desde el principio del pasaje evangélico son decisivas: «Si me amáis, guardaréis mis mandamientos». Nuestro Dios viviente tiene un rostro definido. Es un Dios que ha hablado expresando su voluntad y lo ama de verdad solo quien busca realizar esta voluntad, a pesar de las dificultades. Amar a Jesús, por tanto, significa no solo alimentarnos con un amor de deseo, no solo decirle que nuestra alma tiene sed de Él (cf. Sal 41, 3; 62, 2), sino cumplir lo que Él nos pide, observando el mandamiento nuevo, es decir, el último y definitivo, el del amor. Recordemos cómo formuló Jesús este mandamiento: «Como yo os he amado, así también vosotros amaos los unos a los otros» (Jn 13, 34; cf. 15, 12). Jesús no dijo: «Como yo os he amado, así también amadme vosotros», sino «amaos los unos a los otros». Porque nos ama sin pedirnos nada a cambio, solo que su amor se contagie, se expanda como amor a los demás, porque esa es su voluntad de amar.

Así, la conclusión del Evangelio retoma el comienzo del pasaje: «El que recibe mis mandamientos y los observa, ese es el que me ama. El que me ama será amado por mi Padre y yo también lo amaré y me revelaré a él». Amar, guardar los mandamientos es la condición para que Jesús se manifieste. En la observancia de la voluntad de Dios, por el amor fraterno, seremos amados por Dios y por Jesús. La vida de Dios es un fluir de amor en el que, si acogemos su don, nos vemos envueltos en su comunión.

No olvidemos que dentro de dos semanas celebraremos la gran fiesta de Pentecostés, donde conmemoramos el nacimiento de la Iglesia, la venida del Espíritu sobre aquellos 120 orantes entre los que estaban los doce y María, la mujer agraciada mediante el Espíritu y fecundada por el Dueño de la vida, que es el Espíritu. Y aguardando Pentecostés, nosotros intentamos dejar que el Espíritu se adueñe de nuestro corazón, de nuestros sentimientos. Nosotros pedimos que la palabra «Padre» con la que iniciamos nuestra oración no sea una palabra más, sino que sea nuestra palabra. Que nunca nos sintamos huérfanos, porque no lo somos. Tenemos a Quien alabar, agradecer y querer porque nos ha querido desde toda la eternidad. Eso nos lo enseñará el Espíritu Santo. Pidamos su venida.