La profesora Bianca Thoilliez: «Nuestra cultura desconfía de la enseñanza como conservación» - Alfa y Omega

La profesora Bianca Thoilliez: «Nuestra cultura desconfía de la enseñanza como conservación»

Cristina Sánchez Aguilar
Bianca Thoilliez
Coordina una de las redes de la Asociación Europea de Investigación Educativa. Foto cedida por Bianca Thoilliez.

Esta profesora de Teoría e Historia de la Educación en la Universidad Autónoma de Madrid ofrece en su nuevo libro, Conservar la educación (Encuentro), una reflexión en torno al papel actual del docente, la innovación educativa y los fines últimos de la escuela. La obra propone una defensa de la educación como bien común que debe ser preservado frente a las lógicas de mercado y a la obsesión por la novedad.

—En el libro habla de un clima de desánimo entre los profesores. ¿Qué contexto le ha llevado a escribirlo?
—Ese desánimo está muy presente en los centros educativos. Se percibe en la sensación de impotencia de muchos profesores que aman su oficio, pero perciben que el marco en el que trabajan se ha vuelto cada vez más hostil: exceso de burocracia, reformas incomprensibles, modas metodológicas cambiantes e impuestas y una cultura general que desconfía de la enseñanza. Escribo el libro desde la necesidad de devolver ánimo y sentido, de dar argumentos para continuar, no desde la pura queja y ya. Como una modesta ayuda para articular ese descontento y orientarlo hacia el orden de lo posible: lo que todavía podemos hacer, lo que sigue mereciendo la pena hacerse. He escrito sobre la educación cuando la liberamos de las presiones burocráticas y de los reduccionismos metodológicos, para defender que su núcleo (enseñar algo valioso a alguien) sigue siendo lo que da sentido a la escuela.

—Dice que lo dedica a los docentes frustrados, los que quieren enseñar y no pueden. ¿Qué los está frenando?
—Los frena, sobre todo, un sistema educativo que ha perdido confianza en la enseñanza y en quienes la sostienen. Se les pide que sean mediadores, animadores, terapeutas (y ahora, amenazan, con enfermeros), olvidando cuál es su tarea central: enseñar. Que es algo extremadamente difícil y exigente. Animo a cualquiera a intentarlo, de cualquier grupo de edad: 3 años, 10, o 16. Es una heroicidad absoluta, cotidiana y masiva. Además, el marco institucional y cultural en el que trabajan está saturado de discursos que vienen de fuera de la educación (de la administración, de la psicología, de la política) y que han ido desplazando la posibilidad de un lenguaje pedagógico propio. Eso deja a los profesores sin palabras para pensar su oficio. Muchos profesores sienten que su trabajo se ha vaciado de sentido porque se les priva de tiempo y de criterio para ejercerlo como lo que es: una práctica intelectual, relacional y moral. Vivimos en una cultura que admira la novedad y desconfía de la enseñanza como acto de conservación. Y cuando esa desconfianza se instala, al profesor se le retira bajo sus propios pies el suelo simbólico desde el que podía sostener su autoridad y su alegría de ir todos los días a enseñar a sus alumnos.

—¿Qué significa para usted «conservar» la educación? Suena casi a un acto de resistencia.
—Lo es. Conservar la educación no es un gesto de nostalgia, sino de resistencia cultural. Significa cuidar lo que hace posible la enseñanza: el tiempo, los conocimientos, la palabra, la relación entre generaciones. Conservar no es negarse al cambio, sino distinguir qué puede cambiar y qué no debe perderse. Es, como bien nos enseña Hannah Arendt y tantos han repetido tras ella, un acto de amor al mundo, de responsabilidad intergeneracional. Educar es conservar lo valioso para que otros puedan, a su vez, renovarlo.

—En un momento en que se habla tanto de innovación, de metodologías y tecnología, ¿qué queda de la tarea esencial del maestro?
—Debe quedar siempre, no puede faltar nunca, lo más importante: enseñar. Explicar, escuchar, dar tiempo. En un contexto que premia la novedad y la inmediatez, la tarea del profesor sigue siendo la misma: ayudar a otro a comprender. Las tecnologías digitales están y son entre nosotros, pero no todo lo que está por ahí en el mundo debe introducirse tal cual en las aulas. No debe sustituirse el vínculo ni la autoridad del que sabe y transmite. Cuando el profesor explica bien algo difícil, se produce una forma de revelación intelectual que ninguna pantalla puede ofrecer. Leer una información (extraído de un motor de búsqueda o de una IA) nunca es lo mismo que saberlo.

—¿Cómo puede un profesor sostener su autoridad sin ser autoritario?
—La autoridad del profesor no se impone, se concede y hoy esto es culturalmente difícil (reconocer y conceder autoridad a alguien por algo). La autoridad del profesor nace de su competencia pedagógica, de su coherencia en la práctica y del cuidado con el que se ejerce el oficio. Un profesor con autoridad es el que domina lo que enseña y sabe conducir el aprendizaje del grupo. Puede atender a los alumnos más adelantados y a los que van más despacio porque conoce bien el contenido y dispone de margen didáctico para adaptarlo. La autoridad, en ese sentido, es una consecuencia del saber y del trabajo bien hecho: se construye en la preparación, en la claridad de las explicaciones, en la dedicación cotidiana. Ejercerla nunca ha sido sencillo, pero hoy lo es menos, en un contexto que tiende a confundir cualquier forma de autoridad con autoritarismo y la autonomía del alumno con falta de orientación.

—Habla de la autocensura en los claustros: ¿por qué cree que esto sucede?
—Porque se ha instalado un clima de hipersensibilidad y de vigilancia que hace que muchos profesores prefieran callarse antes que disentir en público. También de exceso de atención a lo accesorio, a lo secundario, y de poca conversación sobre lo nuclear. En lugar de espacios de deliberación pedagógica, los claustros se han convertido en lugares donde a veces se teme opinar, especialmente si lo que uno piensa no encaja en el discurso dominante sobre innovación o metodologías del centro.

—¿Qué tipo de miedo hay detrás de ese silencio? ¿Miedo al conflicto, a la crítica?
—Creo que ambos. Pero también hay un miedo a quedar señalado, a parecer retrógrado o poco moderno porque resulta que te preocupas de que los chicos no están aprendiendo (aunque se lo estén pasando muy bien). Vivimos en una época en la que disentir del «supuesto» (o impuesto) «lado bueno de las cosas», parece un gesto sospechoso. Y eso es grave, porque la educación necesita de la posibilidad de disentir, también dentro de las propias instituciones. Sin pluralidad, no hay conversación educativa real.

—¿Qué pierde la educación cuando los maestros no pueden hablar libremente?
—Pierde inteligencia colectiva. Cuando los profesores callan, se empobrece la práctica y se debilita la posibilidad de construir saber pedagógico desde la experiencia. El pensamiento se vuelve repetición de consignas. Activismo para postear en la cuenta de IG del centro. Y la escuela, que debería ser el espacio de la palabra y del juicio, acaba atrapada, secuestrada, en un discurso y una imagen únicos.

—¿Ha sentido usted misma esa presión de callar o «medirse» al hablar de educación?
—Tengo la suerte de llevar bien las presiones y, además, trabajar en entornos donde siempre he encontrado la forma de expresar y trabajar mis ideas con total libertad. Esto que debería ser lo normal para una académica, ciertamente es algo que me preguntan mucho últimamente. Admiro profundamente lo que hacen los buenos profesores, incluso los «normalitos», cada día con los niños y los jóvenes en colegios e institutos. Me he dedicado a observarlos, escucharlos, leerlos. He intentado hacerlo siempre con mucho respeto y modestia. Escribo, pienso y leo sobre lo que ellos con su trabajo representan y significan.

—¿Por qué parece que hoy reflexionar, leer o pensar despacio resulta sospechoso o incluso incómodo?
—Vivimos en un tiempo de inmediatez y saturación. Lo pausado se percibe como ineficaz y lo reflexivo como sospechoso. Sin embargo, pensar con calma es una forma de esperanza, no de pasividad. Es confiar en que el juicio necesita tiempo, que la comprensión no se improvisa y que el pensamiento profundo todavía tiene sentido. Sin esa pausa reflexiva no hay discernimiento, solo reacción. La educación, por su propia naturaleza, trabaja con horizontes largos: necesita tiempo, atención y continuidad. Enseñar y aprender son actos esperanzados, porque su fruto siempre llega después.

—¿Qué papel debería tener la filosofía en la formación de los docentes?
—La filosofía enseña a preguntar con rigor y a pensar con hondura, y eso es esencial para quien educa. Un profesor sin pensamiento filosófico corre el riesgo de repetir metodologías sin criterio, de caer en el activismo. Todos los buenos profesores son siempre filosóficos en su quehacer: interrogan lo que ven, lo que pasa, lo que tienen que hacer. La filosofía, en buena medida, es una teoría general de la educación que nos interroga socráticamente sobre «¿cómo debo vivir?». Un profesor ayuda a sus alumnos a responder esa pregunta cotidianamente el tiempo que está con ellos. La filosofía ofrece una base ética, antropológica y política que da sentido al trabajo educativo. No se trata de añadir más contenidos, sino de formar una mirada capaz de comprender qué significa enseñar.

—Pese a todo, el libro se titula Conservar la educación. ¿Dónde ve hoy maestros que resisten, que siguen enseñando de verdad?
—En todas partes. En las aulas pequeñas de los pueblos, en institutos urbanos difíciles, en escuelas donde, a pesar de la presión y del cansancio, hay profesores que siguen explicando, que siguen leyendo con sus alumnos, que mantienen viva la curiosidad y la palabra. La verdadera resistencia educativa no tiene pancarta ni luce camisetas con consignas sobreimpresas: sucede cada día, en silencio, cuando un profesor entra en una clase y enseña.

—Si tuviera que condensar la tarea del maestro actual en una sola frase, ¿cuál sería?
—Enseñamos para que lo valioso que hay en el mundo no se nos pierda.

—¿Qué le gustaría que un profesor sintiera después de leer su libro?
—Que no está solo. Y que tampoco está loco: que es verdad que su trabajo es más difícil que nunca, pero también, por las mismas razones, es más necesario que nunca. Que su tarea, aunque a veces parezca invisible o pequeña, tiene un sentido profundo. Que es importante y que su trabajo es importante. Que enseñar sigue siendo una de las formas más altas de esperanza: una esperanza que se ejerce cada día, con los alumnos que tenemos, en el mundo que hay.