La guerra de Ucrania es un reto político, jurídico y moral de primer orden. Un año después del inicio del conflicto, el impacto humanitario es enorme y la situación estratégica se encuentra enquistada. Aunque logre algunos avances, Rusia no podrá conseguir su objetivo inicial de ocupar Kiev y la mayor parte del país. Y Ucrania no podrá recuperar todo su territorio, incluyendo Crimea, como sus autoridades pretenden.
Los expertos indican que la evolución militar más probable es una prolongada guerra de desgaste. Si esto es así, los países occidentales que apoyan a Ucrania deberían plantearse si es conforme a sus principios y valores contribuir a tal estancamiento. Los miembros de la UE y de la OTAN tienen la loable intención de cooperar en la defensa de Ucrania, pero no basta con las buenas intenciones; es preciso calibrar también las consecuencias de los actos. Una perpetuación de la guerra durante años supondría costes humanitarios y económicos insoportables y no ayudaría ni a la resolución del conflicto ni a la paz mundial.
España y los países aliados apoyan a Ucrania sobre la base de que está actuando en legítima defensa. En efecto, la invasión rusa en febrero de 2022 fue un acto ilegal que dio a Ucrania ese derecho. Sin embargo, el uso lícito de la fuerza militar debe ajustarse a ciertos límites de acuerdo con el derecho y la moral. Ese es el sentido de la doctrina de la guerra justa: en determinadas circunstancias el uso de la fuerza armada está permitido, pero tiene que conformarse a unos fines, y el propósito último debe ser alcanzar la paz.
La idea de la guerra justa fue elaborada por autores cristianos y después influyó en la prohibición de la guerra tras la Segunda Guerra Mundial. Los axiomas de que solo puede recurrirse a la fuerza militar con una causa justa (ius ad bellum) y de que, en todo caso, debe ejercerse respetando ciertas normas (ius in bello) están incorporados en el derecho actual. La doctrina de la guerra justa, que fundamenta la Carta de Naciones Unidas, fue elaborada en su día por teólogos españoles como Francisco Suárez o Diego de Covarrubias, y después ha sido actualizada por los filósofos John Rawls o Michael Walzer, entre otros.
Según el derecho internacional, la legítima defensa es una causa justa para el uso de la fuerza militar, que siempre debe cumplir ciertas exigencias. La ardua tarea del derecho es introducir consideraciones racionales y humanitarias en los actos de guerra, tanto los realizados por el agresor como por el agredido.
El artículo 51 de la Carta de Naciones Unidas reconoce la legítima defensa como un derecho inmanente, inherente o natural de cada Estado. A pesar de su carácter indisputable, este derecho debe ser ejercido con restricciones. Una bien conocida es la proporcionalidad: la acción militar debe estar destinada a recuperar el territorio y no puede emplearse en otro escenario ni dirigirse contra otros actores. Otro requisito prudencial importante es que la acción debe contar con posibilidades razonables de éxito para llevar a cabo el fin defensivo.
Esto es muy relevante en el contexto actual porque, en un conflicto donde la victoria total de cualquiera de las partes es inverosímil, resulta contrario a los valores de la paz contribuir a una prolongación de la guerra. En las hostilidades dilatadas en el tiempo solo prosperan el sufrimiento de los civiles, los riesgos internacionales, la venta de armas, y la degradación moral.
Introducir la luz de la racionalidad en cualquier conflicto es siempre complicado. El Catecismo de la Iglesia católica se ocupa de muchas situaciones conflictivas y en particular de la búsqueda de la paz en el mundo (§ 2309), donde declara: «Se han de considerar con rigor las condiciones estrictas de una legítima defensa mediante la fuerza militar […]. La apreciación de estas condiciones de legitimidad moral pertenece al juicio prudente de quienes están a cargo del bien común».
Esperemos que los líderes políticos de los países occidentales no se dejen llevar por la rabia y el dolor que producen los abusos y la injusticia, para así poder explorar caminos hacia la paz en un conflicto tan enconado. Como muestra la Unión Europea, ejemplo de superación de guerras territoriales, el objetivo último del sistema internacional debe ser la cooperación y el entendimiento entre los pueblos, incluso en casos que hoy parece irrealizable.