La parábola del hombre rico y del pobre Lázaro
26º domingo del tiempo ordinario / Evangelio: Lucas 16, 19-31
Este domingo XXVI del tiempo ordinario proclamamos la parábola del pobre Lázaro. Nos encontramos en el centro del Evangelio de Lucas: las parábolas de la moneda y de la oveja perdida, del hijo pródigo, del administrador infiel que utiliza el dinero para hacer amigos, y del rico epulón. La piedad, la compasión, la misericordia.
Se trata de una parábola dirigida a los fariseos, que no eran corruptos e hipócritas como a veces pensamos. Eran personas que querían observar estrictamente la ley, pero con el peligro de quedarse en el mero cumplimiento, de estar muy bien considerados en la sociedad y de tener privilegios. Es el riesgo que tenemos todas las personas religiosas (sacerdotes, consagrados y laicos). Parece que los fariseos apoyan en un principio a Jesús, están cerca de Él, le preguntan, lo invitan a comer… Ven en Él algo que está en conexión con lo que ellos han buscado, con sus raíces, pero lentamente empieza una ruptura, justamente donde Jesús incide más: «Acoge a los pecadores» (Lc 15, 2). Los fariseos comentan a los discípulos que su Maestro come con publicanos y pecadores. Pero Jesús tiene clara su predilección por los pobres y pecadores: «No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos» (Lc 5, 31). Ahí comienza la ruptura con los fariseos.
Una parábola no es una lección ni una catequesis organizada, sino un relato corto. Es un género literario oriental antiguo que, a través de una narración y de una serie de elementos, trata de llevarnos a un punto más que dar muchas enseñanzas. En el caso de la parábola de este domingo es: ¡cuidado, porque en el pobre nos la jugamos! Y basta. Es como una bofetada mental para que no desviemos la atención. Por eso, la parábola no tiene matices. Es una narración simple con un vértice, que en el caso de la que proclamamos es el contraste entre el pobre, que se llamaba Lázaro, y el rico. El pobre es muy pobre: está tendido, no puede andar, no tiene vestidos ni piel, le lamen las heridas los perros, está hambriento… El rico no tiene nombre. Realmente no se llama Epulón. Esta palabra es un adjetivo que significa que banqueteaba, que era un glotón. Pero no es un nombre propio. Sin embargo, el pobre tiene nombre: Lázaro, que es el nombre del amigo entrañable del Señor. La mayor característica del rico es la ostentación: «Se vestía de púrpura y de lino y banqueteaba cada día». Se trata de la vanidad, de la imagen por encima de todo. Sin embargo, el pobre no tiene piel, no tiene imagen. El contraste es evidente.
De este modo, la parábola de este domingo es uno de los centros palpitantes del Evangelio de Lucas, que trata de expresar lo mejor posible el alma, la mentalidad de Jesús. Debemos señalar que el Evangelio nunca presenta a Jesús como enemigo de los ricos. No es una persona que odia a un sector social y que trae una ideología para eliminar a esa parte de la sociedad. No hay indicio de que trate de empujar a los pobres a unirse para atacar a los ricos. Jesús no es un ideólogo, no es un enemigo de los ricos. En realidad, la parábola expresa su preocupación por los ricos. Para Jesús, el que tiene abundancia de todo y lo utiliza para la imagen social, para la vanidad, el poder y la prepotencia, está en grave riesgo, pensando en la eternidad, en el juicio de Dios (cf. Mt 25, 31-46). La parábola expresa algo que sí pesaba en el alma de Jesús: los ricos están en grave riesgo de condenación eterna, es decir, de perder la posibilidad de esa realización en Dios que Él nos ofrece. El rico no se está desarrollando como alguien, como persona. Es su vestido, es su banquete, pero no es él. Su ser se está disolviendo, esfumando. Cuando llegue a Dios será una sombra. Y cuando se vea despojado de todo y vea el triunfo de los pobres, el odio que nacerá en él y el rechazo a Dios le podrán llevar a la condenación.
Jesús nos está invitando a pensar en la vida eterna. Cuando el dinero es adorado y se convierte en el primer valor entre los gobiernos y los ciudadanos, o incluso en las familias; cuando en la mesa familiar la mayoría de las conversaciones —cuando no son impedidas ni por el televisor ni por el teléfono móvil— giran en torno al dinero, entonces el acumular bienes se convierte en un ancla que, como los barcos, nos fija en la tierra, y cuando llega el momento de partir el ancla nos tendrá atados a la tierra, pero no a la tierra buena.
En definitiva, la palabra pobre es clave en el Evangelio, y la misión cristiana, la evangelización, fue a través del testimonio claro («Jesús ha muerto por nosotros y ha resucitado por obra del Espíritu Santo») y también a través de la caridad. Esto debería dar lugar a una reflexión muy honda en nuestra Iglesia, y a una verdadera reforma de nuestros planes y actividades pastorales.
En aquel tiempo, dijo Jesús a los fariseos: «Había un hombre rico que se vestía de púrpura y de lino y banqueteaba cada día. Y un mendigo llamado Lázaro estaba echado en su portal, cubierto de llagas, y con ganas de saciarse de lo que caía de la mesa del rico. Y hasta los perros venían y le lamían las llagas. Sucedió que se murió el mendigo, y fue llevado por los ángeles al seno de Abrahán. Murió también el rico y fue enterrado. Y, estando en el infierno, en medio de los tormentos, levantó los ojos y vio de lejos a Abrahán, y a Lázaro en su seno, y gritando, dijo: “Padre Abrahán, ten piedad de mí y manda a Lázaro que moje en agua la punta del dedo y me refresque la lengua, porque me torturan estas llamas”. Pero Abrahán le dijo: “Hijo, recuerda que recibiste tus bienes en tu vida, y Lázaro, a su vez, males: por eso ahora él aquí consolado, mientras que tú eres atormentado. Y además, entre nosotros y vosotros se abre un abismo inmenso, para que quieran cruzar desde aquí hacia vosotros no puedan hacerlo, ni tampoco pasar de ahí hasta nosotros”. El dijo: “Te ruego, entonces, padre, que mandes a Lázaro a casa de mi padre, pues tengo cinco hermanos: que les dé testimonio de estas cosas, no sea que también vengan ellos a este lugar de tormento”. Abrahán le dice: “Tienen a Moisés y a los profetas: que los escuchen”. Pero él le dijo: “No, padre Abrahán. Pero si un muerto va a ellos, se arrepentirán”. Abrahán le dijo: “Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no se convencerán ni aunque resucite un muerto”».