La palma del martirio - Alfa y Omega

La palma del martirio

Alfa y Omega

«Estáis aquí, queridísimos hijos, para decirnos la gran tribulación de la que venís, tribulación de la que lleváis las señales y huellas visibles en vuestras personas y en vuestras cosas, señales y huellas de la gran batalla del sufrimiento que habéis sostenido, hechos vosotros mismos espectáculo a nuestros ojos y a los del mundo entero»: así les decía, cuando llegaron a Roma, Pío XI, el 14 de septiembre de 1936, a los obispos, sacerdotes, religiosos y fieles que salieron de España, tras el estallido de la guerra y el incremento de la sangrienta persecución a los hijos de la Iglesia católica.

Las palabras del Papa evocaban, sin duda, las del libro del Apocalipsis, cuando uno de los ancianos, en la visión que tiene san Juan, le dice: «Esos que están vestidos con vestiduras blancas ¿quiénes son y de dónde han venido? Yo le respondí: Señor mío, tú lo sabrás. Me respondió: Ésos son los que vienen de la gran tribulación; han lavado sus vestiduras y las han blanqueado con la sangre del Cordero». La gran tribulación, sin embargo, no es causa de angustia y desesperación. ¡Todo lo contrario! «Venís a decirnos —les añadió Pío XI— vuestro gozo por haber sido dignos, como los primeros apóstoles, de sufrir por el nombre de Jesús». Así lo leemos en el libro de los Hechos: «Habiendo llamado a los apóstoles, los azotaron, les prohibieron hablar en nombre de Jesús, y los soltaron. Ellos salieron del Sanedrín contentos de haber merecido aquel ultraje por el Nombre». Su alegría, su más honda alegría, no era por verse libres de la cárcel, ni siquiera porque ya podían predicar el Evangelio por el mundo; era el gozo de haber podido sufrir por Cristo, el gozo del amor, cuyo deseo más hondo, en efecto, era vivir con el Amado, y vivir en plenitud, esa plenitud tan bellamente descrita en la palma del martirio. Así se lo dice san Pablo a su discípulo Timoteo: «Yo estoy a punto de ser sacrificado y el momento de mi partida es inminente. He combatido bien mi combate, he corrido hasta la meta, he mantenido la fe. Ahora me aguarda la corona merecida, con la que el Señor, juez justo, me premiará en aquel día; y no sólo a mí, sino a todos los que tienen amor a su venida».

Los mártires, en efecto, no son locos inconscientes, y menos aún héroes valerosos. Se han encontrado de veras con Cristo. Eso es todo. Por eso su deseo más ardiente no es huir del dolor de la tortura y de la muerte, de los que sólo pueden matar el cuerpo, sino agarrarse con todas sus fuerzas a Él, que ha llenado de sentido sus vidas. Lo expresó con toda claridad, en su segunda encíclica, Spe salvi, Benedicto XVI: «Cuando los hombres, intentando evitar toda dolencia, tratan de alejarse de todo lo que podría significar aflicción, cuando quieren ahorrarse la fatiga y el dolor de la verdad, del amor y del bien, caen en una vida vacía en la que quizás ya no existe el dolor, pero en la que la oscura sensación de la falta de sentido y de la soledad es mucho mayor aún. Lo que cura al hombre no es esquivar el sufrimiento y huir ante el dolor, sino la capacidad de aceptar la tribulación, madurar en ella y encontrar en ella un sentido mediante la unión con Cristo, que ha sufrido con amor infinito».

De nada está más necesitado nuestro mundo —ahí está la profunda crisis actual, y de modo especial en España, para demostrarlo con toda evidencia— que de este testimonio (=martirio) de Cristo, del único Nombre que se nos ha dado bajo el cielo, por el que los hombres debamos salvarnos. Nadie que se diga cristiano puede excluirse de darlo. Lo subrayó con fuerza Benedicto XVI, el 28 de octubre próximo hará cinco años, al concluir la ceremonia de beatificación, en la Plaza de San Pedro, de 498 mártires asesinados en España, en la década de los 30 del siglo pasado: «El testimonio supremo de la sangre no es una excepción reservada solamente a algunas personas, sino una posibilidad real para todo el pueblo cristiano». Ya sabemos que «no todos están llamados al martirio cruento. Pero hay un martirio incruento, que no es menos significativo: el testimonio silencioso y heroico de tantos cristianos que viven el Evangelio sin componendas. Este martirio de la vida ordinaria es un testimonio muy importante en las sociedades secularizadas de nuestro tiempo. Es la batalla pacífica del amor». ¡Del amor a Cristo!

Su predecesor, en el Año Jubilar 2000, junto al Coliseo romano, quiso hacer memoria de los mártires y testigos de la fe del siglo XX, «tal vez más que en el primer período del cristianismo» —afirmó Juan Pablo II—, precisamente junto a «los monumentos y las ruinas de la antigua Roma que hablan a la Humanidad de los sufrimientos y de las persecuciones soportadas con fortaleza heroica por nuestros padres en la fe, los cristianos de las primeras generaciones». Y, antes incluso de la construcción, entre los años 70 y 80, del Coliseo, Pedro y los primeros mártires romanos derramaron su sangre por Cristo en el Circo de Nerón, justamente en la colina vaticana, cuyo obelisco, hoy en el centro de la Plaza de San Pedro y coronado con la Cruz, como vemos en la fotografía que ilustra este comentario, atrae a la Humanidad entera mostrando la meta que llena de sentido la vida: la palma del martirio.