El término mansedumbre nunca ha tenido buena prensa, y menos hoy en estos tiempos de continua autoafirmación del individuo. El que las bienaventuranzas proclamen que los mansos poseerán la tierra (Mt 5, 4) sigue despertando incredulidad o incluso sonrisas irónicas. Para muchos, la mansedumbre es sinónimo de debilidad, una demostración de que Nietzsche no se equivocaba al considerar el cristianismo como una moral de esclavos. Por eso, prefiero emplear la palabra mitteza a causa de su rica versatilidad de significados que no pierden de vista la esencia original. No cabe duda que Don Bosco poseía esa mitteza, y quien conozca a fondo su vida, se guardará mucho de decir que el fundador de los salesianos era de carácter débil y apocado. Si solo hubiera contado con sus fuerzas humanas, su tarea de educación de los jóvenes hubiera resultado tan ardua como imposible.
En todos los siglos de la historia, aunque fuesen después del nacimiento de Cristo, encontramos a niños y jóvenes abandonados a su suerte, sin familia y a menudo en la calle, explotados y maltratados física y moralmente. Podríamos poner unos cuantos ejemplos de santos y fundadores de obras religiosas y educativas que se consagraron al cuidado y la educación de niños y jóvenes, y esa tarea no ha finalizado.
La siguen haciendo muchas personas, religiosos o laicos, en países, desarrollados y no desarrollados, en los que abunda la pobreza material y moral. La primera reacción de algunas personas, aun teniendo buena voluntad, es asustarse y ponerse en guardia. Los pobres, tengan la edad que tengan, pueden ser molestos, poco agradecidos e incluso exhibir actitudes agresivas. Una respuesta meramente humana es responder con insultos o con violencia, algo no muy distinto de la reacción del niño Juan Bosco en su famoso sueño a los nueve años de edad. Reaccionó con impetuosidad al ver a un grupo de chiquillos profiriendo blasfemias y risotadas, y se metió en medio de ellos para hacerlos callar a puñetazos. Sin embargo, un desconocido con un rostro luminoso en el que era imposible fijar la mirada, le dijo: «No, con golpes, sino con la mansedumbre y la caridad deberás ganarte a estos amigos tuyos». La tarea parecía imposible, pero aquel Hombre prometió darle una Maestra que le enseñaría cómo conseguirlo. No era otra que la Virgen que le aconsejó hacerse «humilde, fuerte y robusto». María vendría en su auxilio para darle la fuerza necesaria para cumplir su vocación de transformar a jóvenes, muchas veces de carácter difícil, en hombres honrados y buenos cristianos.
Años después, don Bosco escribiría: «Hay que tener paciencia, saber soportar, y en lugar de dejarse llenar de toda clase de lamentaciones y lloriqueos, hay que trabajar hasta extenuarse para que las cosas funcionen correctamente». Palabras aplicables no solo a la labor educativa sino a cualquier tipo de relación humana. Sonreír y trabajar ha sido el consejo de otros muchos santos, y en el caso de san Francisco de Sales, el gran inspirador de Don Bosco, es bien conocido su consejo: «Vas a conseguir más con una dedada de miel que con un barril de vinagre». A este respecto, el fundador de los salesianos supo conjugar la paciencia de Job con la dulzura de san Francisco de Sales. Aconsejaba a sus hijos hacer todo lo humanamente posible, porque Dios pondría lo que ellos no pudieran alcanzar. Es la apuesta por la serenidad, presente en la fe de muchos cristianos que están persuadidos de que Dios les ayudará, aunque escriba sus renglones con trazo torcido y grueso.
Podemos recordar una anécdota de la vida de don Bosco, relatada por el Papa Francisco. El santo atravesaba en un carruaje el barrio romano del Trastevere cuando una pedrada destrozó uno de los cristales del vehículo. Ordenó detener la marcha y dijo con una confianza que solo podía ser fruto de la fe: «Aquí es donde tenemos que fundar». No se amilanó don Bosco ante la agresión y vio en ella una señal de Dios. Quien hace la voluntad de Dios, se crece ante los obstáculos no por testarudez humana sino por plena confianza en el Señor.
Son ejemplos de la mitteza de Don Bosco, que no se puede reducir a una mera mansedumbre, a no ser que hagamos de la mansedumbre un sinónimo de la palabra humanidad. Eso sí, una humanidad con potentes raíces divinas.
Antonio R. Rubio Plo / Salesianos