La memoria de los migrantes muertos en el Mediterráneo
Italia acoge diversas iniciativas que tratan de identificar a los fallecidos sin nombre en el Mediterráneo. «Es una obligación moral para con los vivos», asegura Cristina Cattaneo, médico forense
Welela era una joven risueña. Huyó de Eritrea, uno de los países más pobres y represivos del mundo, sin haber cumplido 18 años. Un camino de barbarie que terminó en uno de los centros de detención de Libia, donde las paredes están infestadas de insectos y los guardianes golpean con barras de hierro. Un día hubo una explosión de gas. Su cuerpo quedó completamente calcinado. Ella gritaba de dolor, pero nadie la curó. Con la piel en carne viva metieron su cuerpo y los de otras 90 personas heridas en una barcaza de goma que después arrojaron al mar. La agonía duró varias horas. Una patrullera de la Guardia Costera italiana los encontró a la deriva. A Welela la enterraron en un nicho familiar del cementerio de Lampedusa, cedido por una de las mujeres que viven en la isla italiana. Su tumba no tenía rostro. Como tantas otras, que solo dicen «inmigrante no identificado»; una deshumanización de la tragedia a la que se resiste el Foro Solidario de Lampedusa. Fue precisamente una de las voluntarias de esta asociación –ocupada en identificar, consolar y enterrar cuando los rescates en el Mediterráneo dejan de ser noticia– la que consiguió reconstruir la vida de Welela y hasta enviar una foto a su hermano de la ceremonia de sepultura. Desde 2015 se ocupan de los cuerpos de los muertos «para darles también una dignidad a los vivos», señala Francesco Piobbichi, activista de este grupo y miembro de Mediterranean Hope, la asociación de iglesias evangélicas que junto con la comunidad católica de Sant’Egidio ha dado vida a los corredores humanitarios. «No identificarlos es, además de robarles la dignidad, un obstáculo para que sus seres queridos puedan ejercer el derecho a llorar su muerte», asegura.
Piobbichi también pinta, aunque no quiere ser definido como un artista. «Mi trabajo es parte de una labor colectiva para reconstruir la memoria viva de una tragedia inmanente. Soy un dibujante social», señala. Sus dibujos quieren cambiar el relato sobre el dolor de las fronteras. «Lo que sacan los medios es una pornografía del sufrimiento. Vienen, hacen sus fotos y después desaparecen. En Lampedusa se ha construido una narrativa de la emergencia basada en el miedo a la invasión, cuando la verdadera emergencia está en Libia y en el mar Mediterráneo», considera. Por eso, con sus cartulinas coloreadas denuncia la «disciplina de la indiferencia» que se ejerce contra los inmigrantes. Una de ellas, la más simbólica, es la que han decidido colocar en todas las lápidas «tanto de las personas fallecidas a las que se ha logrado identificar como a las que no». Se trata del dibujo de una pluma cortada por una concertina que emana del mar. «Es la libertad coartada de los que atraviesan las fronteras pero han sido maldecidos», asegura.
75.000 «son las tumbas anónimas», dicen desde Foro Solidario de Lampedusa. Ese número son los muertos sin rostro que se calcula que se ha tragado el Mediterráneo
500 personas al menos han fallecido en la ruta del Mediterráneo entral entre enero y mayo de 2021, según ACNUR. El año pasado fueron 250, lo que supone un aumento del 200 %
Como la del joven maliense que cosió sus brillantes notas del colegio a un bolsillo de su chaqueta para que no se perdieran durante el periplo a Europa. La barcaza en la que viajaba se hundió ante las costas de Libia y con ella sus sueños y los de otras mil personas en uno de los naufragios más terribles de los últimos años en el Mediterráneo. Su historia y la de otros muchos muertos sin nombre está recogida en el libro Náufragos sin rostro (Raffaello Cortina Editor), escrito por la médico forense y antropóloga Cristina Cattaneo. Ella y su equipo del Laboratorio de Antropología y Odontología Forense de Milán (Labanof) se dedicaron un año después del naufragio a estudiar el cuerpo de aquel niño para tratar de darle una identidad. Cuando llegaron hasta su cuerpo, sumergido a más de 300 metros de profundidad, estaba rígido por el frío y complemente anegado por el agua. Poco quedaba de él. Mientras palpaban la ropa que llevaba puesta en busca de alguna pista, encontraron una especie de funda de plástico en la que había un documento doblado. Separaron las partes con cuidado para que no se rompieran y entonces leyeron en francés bulletin scolaire (boletín escolar).
Cattaneo lleva décadas analizando cadáveres, pero nunca se había puesto a diseccionar cuerpos sin pasado. Por eso una parte fundamental de su trabajo es realizar análisis de ADN para cotejarlos con los de las familias que están buscando a sus hijos, maridos, hermanos… Su misión, explica en una conferencia con los corresponsales de Roma, era «saber quiénes eran esas personas, cómo viajaban, lo que había detrás, quiénes eran sus familias…».
Se llamaba Yusuf. En noviembre del año pasado, cuando no había cumplido ni 7 meses de vida, naufragó la patera en la que cruzaba el Mediterráneo con otros 110 migrantes. El equipo de rescate no consiguió salvar su vida. En su lápida en Lampedusa han colocado este dibujo de Francesco Piobbichi. Muestra una pluma cortada por una concertina que emana del mar, lo que, según el autor, representa «la libertad coartada de los que atraviesan las fronteras, pero han sido maldecidos».
Según la legislación italiana los muertos de Lampedusa solo merecen una autopsia si son ciudadanos italianos o residentes en el territorio. Una grave ofensa para la memoria de estas personas. Movida por esta injusticia, la médico italiana organizó un grupo de médicos forenses voluntarios que cuentan con el apoyo de Cruz Roja para recoger las muestras genéticas de las personas que están buscando a sus familiares. Para Cattaneo, más que un homenaje a los muertos se trata de una «obligación moral para con los vivos».