La manifestación de la vida a los hombres
II domingo de Navidad
No hace muchos días que el Papa Francisco dedicó una de sus habituales catequesis a reflexionar sobre el significado de la Navidad. En un año marcado por la pandemia y en el que no es posible reunirse las familias y los amigos en grupos numerosos, mucho se ha hablado del riesgo que corría la Navidad. Sin embargo, el Pontífice ha querido volver al núcleo de estas fiestas, fijándose precisamente en un versículo del Evangelio de este domingo: «Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria: gloria como del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad». La celebración de este día repite el mismo pasaje de la Misa del día de la Natividad y pertenece al prólogo del Evangelio según san Juan.
Es significativo que se retome en tan poco tiempo un texto evangélico. Sin embargo, no es la única vez que una celebración insiste en un pasaje de la Escritura escuchado hace pocos días. Se trata de un fenómeno típico en los días más señalados del año litúrgico, como se observa también durante la octava de Pascua y en los domingos que siguen a los ocho primeros días del tiempo pascual. Desde hace siglos la Iglesia ha pretendido con esta reiteración detenerse, contemplar y rumiar de un modo particular las realidades más señaladas de nuestra fe, con la finalidad de ser propuestas a los fieles nuevamente en la celebración eucarística. En segundo lugar, es significativo que el pasaje central de la Escritura de estos días no haga explícita referencia a los detalles del nacimiento del Salvador, como sí aparecen en otros evangelistas. Varios motivos explican este hecho, y este año las palabras del Pontífice han fomentado una mejor comprensión de las razones. Francisco previene de dos peligros. El primero de ellos, bien conocido, es el consumismo. Vivir estos días como una excusa para realizar gastos superfluos no es el mejor modo de conmemorar lo que estamos celebrando. Pero hay otro riesgo que puede pasar inadvertido: convertir la Navidad en una fiesta cargada de sentimentalismo y vacía en verdades de fe. Así, son especialmente propicios para reavivar los mejores deseos entre familiares, amigos, e incluso para compartir bienes y afecto con quien lo necesita de modo especial. Pero si centramos toda nuestra atención en la dimensión emotiva y olvidamos la realidad honda de lo que festejamos, en efecto, en un año con relaciones personales restringidas, podríamos pensar que nuestra celebración navideña está amenazada. No es así, puesto que la razón de nuestra fiesta no nace de nuestras intenciones o buenos deseos, sino de lo que el Señor ha obrado en el hombre: Dios nos ha amado profundamente y como prueba de su amor nos envía a su Hijo Unigénito.
Un admirable intercambio
El primer dato que debemos comprender es que la liturgia no celebra efemérides históricas, sino acontecimientos salvíficos. La Navidad, fiesta litúrgica inexistente en los primeros años del cristianismo, surge para fijarnos desde una perspectiva nueva en el misterio de nuestra redención, subrayando que Dios se ha hecho realmente hombre y ha querido salvarnos asumiendo la carne. Desde este punto de vista no se detiene la atención en las circunstancias que rodearon el nacimiento de Jesús. De esta época proviene, por ejemplo, la oración primera de la Misa de Navidad, en la cual se destaca, en consonancia con el prólogo de san Juan, que estamos llamados a «compartir la divinidad de aquel que se dignó a participar de la condición humana». Esta frase condensa, no solo el Evangelio del próximo domingo, sino también todo el tiempo de Navidad. Además, al situarse el texto como prólogo a san Juan, se está desvelando ya desde el principio en qué consiste nuestra salvación. Así pues, el texto nos señala el núcleo de lo que Dios ha realizado en el hombre, al mismo tiempo que nos despeja el horizonte para interpretar el resto del Evangelio según san Juan, escuchado habitualmente en la liturgia de los días cumbre del año cristiano.
En el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba junto a Dios, y el Verbo era Dios. Él estaba en el principio junto a Dios. Por medio de Él se hizo todo, y sin Él no se hizo nada de cuanto se ha hecho. En Él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres. Y la luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no lo recibió.
Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan: este venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por medio de él. No era él la luz, sino el que daba testimonio de la luz. El Verbo era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre, viniendo al mundo.
En el mundo estaba; el mundo se hizo por medio de Él, y el mundo no lo conoció. Vino a su casa, y los suyos no lo recibieron. Pero a cuantos lo recibieron, les dio poder de ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre.
Estos no han nacido de sangre, ni de deseo de carne,
ni de deseo de varón, sino que han nacido de Dios.
Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria: gloria como del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad.
Juan da testimonio de Él y grita diciendo: «Este es de quien dije: el que viene detrás de mí se ha puesto delante de mí, porque existía antes que yo».
Pues de su plenitud todos hemos recibido gracia tras gracia.
Porque la ley se dio por medio de Moisés, la gracia y la verdad nos han llegado por medio de Jesucristo.
A Dios nadie lo ha visto jamás: Dios Unigénito, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer.