La llama de la fe - Alfa y Omega

La llama de la fe

Domingo de Resurrección / Juan 20, 1-9

Carlos Pérez Laporta
Pedro y Juan visitan la tumba vacía de Jan van’t Hoff.

Evangelio: Juan 20, 1-9

El primer día de la semana, María la Magdalena fue al sepulcro al amanecer, cuando aún estaba oscuro, y vio la losa quitada del sepulcro. Echó a correr y fue donde estaba Simón Pedro y el otro discípulo, a quien Jesús amaba, y les dijo: «Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto». Salieron Pedro y el otro discípulo camino del sepulcro. Los dos corrían juntos, pero el otro discípulo corría más que Pedro; se adelantó y llegó primero al sepulcro; e, inclinándose, vio los lienzos tendidos; pero no entró. Llegó también Simón Pedro detrás de él y entró en el sepulcro: vio los lienzos tendidos y el sudario con que le habían cubierto la cabeza, no con los lienzos, sino enrollado en un sitio aparte. Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro; vio y creyó. Pues hasta entonces no habían entendido la Escritura: que él había de resucitar de entre los muertos.

Comentario

El Sábado Santo comienza con la sonoridad del silencio. Tantos detalles para una sola acción. ¡Qué despacio transcurre el tiempo cuando el dolor es fuerte, tremendamente fuerte! La memoria graba cualquier gesto, con la densidad que tienen los momentos de angustia y de sufrimiento. Se respira dolor y la profunda tristeza de que todo ha terminado. ¡Qué silencio tan duro, tan amargo, tan intenso! Jesús ya no habla, ya no puede hablar, ya no hay nada más que escuchar. Es el silencio de los discípulos, provocado por el silencio de Jesús, a quien han apagado su voz.

¡Qué silenciosa es la muerte! ¡Qué callada! Nos roba a dentelladas todo nuestro haber y nuestro ser, nos deja sin palabras. Pero, ¡qué real es la muerte cuando toca nuestras entrañas! Se necesita tiempo para asimilar tantos golpes duros que zarandean repentinamente la vida. En este sábado, el descanso que manda la ley de Moisés se presenta deseado. Silencio, porque todo ha acabado. Necesidad de descansar, porque ya todo ha concluido. Es sábado, el día apropiado para callar y descansar.

Jesús está en el silencio de las profundidades del mundo y de la historia, donde todo enmudece, donde ya no hay voz ni canto. Ha descendido al lugar de los muertos para destruirlo. Ha bajado a los abismos para abrirlos a la vida, para recuperar cada historia y la historia de la humanidad. Cristo, muy dentro de la tierra, como el sol que se oculta sin dejar de iluminar. Vida engullida por la muerte, como el camino de Jesús a los infiernos, en una danza de victoria y de luz.

El Sábado Santo es un día de silencio porque Cristo ha bajado a los infiernos de mi vida para transformarme por dentro, para rescatarme desde lo hondo. Nada se queda sin redención. Ninguna persona, ninguna historia. ¡Cuánta hondura y cuánta gracia! Para que Dios hable debemos guardar silencio. El Sábado Santo es el gran silencio, porque es la gran preparación para escuchar la palabra definitiva de Dios. Sábado Santo son todas las horas de soledad y desconcierto. Sábado Santo son todos los silencios de un Dios que parece estar ausente. Es Sábado Santo cada día si nuestra vida se ha ido poco a poco vaciando de sentido. Pero el silencio es esperanza. ¡Qué vacío en este día de Sábado Santo! Vacío que no es negación, sino posibilidad de plenitud. Vacío que se vuelve fecundo. Derrota que se convierte en apertura a la victoria.

Llega el domingo, y de las cenizas casi apagadas de una fe ya muy débil surge de pronto la llama que ilumina la tierra con todo su esplendor. Era el primer día, por la mañana, muy temprano. María de Magdala, impaciente, tiene un deseo incontenible de volver al sepulcro. Tan pronto como puede, se dirige ansiosamente a la tumba de su Maestro difunto. La mañana aún está oscura, una oscuridad que se había posado en su triste corazón tan afligido.

Sin embargo, cuando se da cuenta de que el sepulcro estaba abierto y la piedra había sido quitada, María corre hacia los demás discípulos porque no sabe qué hacer. No entra en la tumba para mirar lo que ha sucedido. Inmediatamente piensa que los enemigos se han llevado el cuerpo de Jesús, pero sin verificar qué es lo que realmente se encuentra en la tumba. Interpreta lo que vislumbra a la luz de su asombro y de sus miedos. Para ella ha desaparecido el cuerpo de Jesús y corre a anunciarlo a los discípulos.

Pedro y el discípulo que tanto quería Jesús salen corriendo hacia el sepulcro. Salen de la casa, pero también de su postración, de su decepción y de su desesperanza. Ya no están encerrados en su tristeza, sino que salen. Y el discípulo amado, que es más rápido que Pedro, mira desde fuera, aunque no entra. Ve algunos detalles que se mencionan: las vendas en el suelo. Pero no entra.

Sin embargo, cuando Pedro llega, entra inmediatamente y observa. Ve lo que el otro discípulo ha visto: las telas y también algo más, el sudario enrollado en un sitio aparte. Sin embargo, no se dice que Pedro cree. Solo cuando entra el discípulo amado se habla de fe: «Vio y creyó».

El evangelista describe así el proceso típico de todo camino de fe: el regreso en la oscuridad y en la noche, la sorpresa de no comprender ya nada ante la ausencia, los pequeños detalles concretos que comienzan a despertar la atención y a plantear preguntas, la luz de las Escrituras que finalmente llega a iluminar la realidad y a poner orden ante tanta confusión. Detrás del camino de estos tres personajes están las tres etapas del camino de la fe: del apego emocional y sensible al conocimiento preciso y concreto de los hechos para llegar finalmente a la confesión de fe. Solo así podremos ser también nosotros testigos de Cristo Resucitado en medio de nuestro mundo.