La influencia positiva y negativa del fútbol en los niños. Domingos por la mañana: batalla campal - Alfa y Omega

La influencia positiva y negativa del fútbol en los niños. Domingos por la mañana: batalla campal

Palizas a los árbitros, padres coléricos presionando a sus hijos con el sueño de que lleguen a ser como Messi, entrenadores hartos de todo, a punto de tirar la toalla… Así es un partido de fútbol infantil, un domingo por la mañana cualquiera, en cientos de campos de toda España

Cristina Sánchez Aguilar
Los padres trasladan el modelo del fútbol profesional al infantil, lo que genera gran presión en los niños.

Carlos, un joven de Jaén, vio peligrar su vida mientras arbitraba un partido infantil: «El partido era intrascendente, no se jugaba nada, ni siquiera saqué una tarjeta amarilla», explica. «Nada más entrar al vestuario, recibí un golpe del padre de uno de los chavales que acababa de jugar. Perdí el conocimiento, y ahí empezó el ensañamiento». Tanto, que tuvieron que darle nueve puntos, y terminó con algunas costillas rotas y un largo etcétera de lesiones. Es cierto que éste es un caso extremo, pero no aislado. Peleas entre padres, hijos, entrenadores y árbitros en categorías infantiles de fútbol, son asiduas los fines de semana en los cientos de partidos que se juegan en España.

Padres energúmenos

Son las 10 de la mañana de un domingo, en una localidad del sur de Madrid. Ya se juegan los partidos finales de la liga, y la tensión se palpa en el ambiente. En esta competición, el equipo que va el primero se enfrenta al quinto. Las gradas están repletas de padres y hermanos, que, ya antes de empezar el partido, gritan desaforados. El entrenador del primero de los equipos reúne a sus chavales; tienen un promedio de 9 años. A voz en grito, les dice : «¡Vamos a meterles 10 goles por lo menos!», lo que provoca una actitud de competitividad y presión exacerbada en los niños, que salen como locos al campo de juego. Comienza una batalla campal: los padres, histéricos, cada vez se acercan más al césped y profieren insultos al árbitro, que prefiere no responder, para no acabar con una trifulca a la salida. «¿Por qué no pitas falta? ¡Te vas a enterar cuando termine el partido!», le gritan. Tampoco se libran de sus iras los entrenadores: «¡Cállate que el culpable eres tú!»… Ni siquiera los propios niños pequeños: «¡Es que no te enteras! ¡Sube por la banda, presiona, mete la pierna!», chilla un progenitor a su hijo.

El partido terminó con cuatro bajas de niños llorando como Magdalenas; un par de padres en medio del campo discutiendo cual energúmenos y un entrenador, José, que lleva tres años entrenando al equipo de uno de los colegios que disputaba el partido —los que iban quintos en la liga y que, finalmente, ganaron el encuentro– preguntándose: «¿En qué se ha convertido esto? Al final de los encuentros, hasta tengo que obligar a los niños a que den la mano a sus contrincantes». La primera de las responsabilidades está para él muy clara: «Los primeros culpables de esta situación son los padres, que presionan a los hijos hasta puntos insospechados. Y a estas edades, todavía son muy influenciables. Los padres tienen un problema, y al final el niño tiene también un problema».

Falta equilibrio y sentido común

Doña Macarena Lorenzo, experta en psicología deportiva, ha explicado en un artículo que este «comportamiento agresivo de los padres es el detonante de la agresión física y la violencia verbal» que comienza en los campos de barrio y termina en las gradas de los partidos de primera división, y que «malogra también el desarrollo educativo de los hijos» en los valores básicos. Afirmación que comparte José, el entrenador del equipo ganador del sábado: «Si los padres no educan a sus hijos, nosotros no podemos hacerlo en tres horas a la semana. Y lo bonito del fútbol desaparece».

El fúbol puede y debe cuidar los valores fundamentales que aporta el deporte en equipo.

Para don José Barrero, profesor en la Universidad Europea de Madrid y experto en violencia en el deporte, otro de los grandes problemas que se refleja en estos partidos de fútbol base es la imagen que transmiten los medios de comunicación sobre el mundo del fútbol: «Falta equilibrio y sentido común en cómo se plantea esta realidad. Se produce un paralelismo entre el fútbol profesional y el infantil, por la divinización que los medios de comunicación hacen de este deporte, generada sobre todo por el dinero que mueve. Esto hace que los padres, que quieren Messis o Casillas en casa, trasladen el modelo a sus hijos, y transmitan un nivel de exigencia que, al final, se vuelve en su contra, porque muchas veces acaban minando la personalidad del niño, o creando una competitividad feroz entre los chavales». Y, añade: «Esto no es otra cosa que el reflejo de lo que ocurre luego en los campos de fútbol, y fuera, al término del partido: insultos, violencia gratuita y grupos radicales».

La otra cara de la moneda

Pero no todo es negativo, ni mucho menos. El fútbol ha sido, desde tiempo inmemorial, uno de los mejores instrumentos para unir a los jóvenes y fomentar el ocio sano y el trabajo en equipo. ¡Qué mejor ejemplo que el de la liga de fútbol, organizada en la diócesis de Getafe, que ha logrado que chicos de diferentes parroquias se conozcan y disfruten, una tarde a la semana, de un encuentro de deporte, fe y juventud! Además del espíritu de superación y de competición sana, la liga diocesana ha hecho algún que otro milagro, como cuenta Ángel M. Arviza, uno de los jugadores de la parroquia Inmaculada Concepción de Alcorcón, ganadora, este año, de la Copa interdiocesana: «Cristo se sirve de cualquier ocasión para salir a tu encuentro, como ha ocurrido con varios compañeros, que estaban bastante alejados de la Iglesia, en los que se ha visto que la pertenencia al equipo ha solidificado amistades que se han reflejado en la vuelta al grupo de catequesis o a la Misa dominical».

Un caso llamativo ha sido el de Berenguer, un joven africano que ha recibido su Primera Comunión a los 25 años, «gracias a Cristo y al fútbol», como él mismo señala. «Ha sido un modo precioso de compartir alegrías y tristezas, esfuerzos y resultados, competencia y amistad», añade su párroco, don José Ramón Velasco. Y concluye: «Con la liga, hemos procurado cuidar los valores fundamentales que aporta el deporte en equipo, y hemos logrado unir a las parroquias».

De la muerte a la vida, enganchado a un balón

Número siete es el seudónimo de un joven que comenzó jugando en un equipo de barrio y acabó formando parte de un grupo de hinchas radicales. 20 años después cuenta cómo la presión del equipo y de su padre le hicieron confundir la violencia con diversión

Con 10 años ya jugaba al fútbol. Era una liberación: me divertía y, de paso, iba asesinando al gusanillo violento que revoloteaba por mis adentros. Mi padre era mi mejor aliado: gritaba violentamente a los árbitros, y yo me llenaba de euforia al descubrir que quería a su pupilo hasta el punto de pelearse con quien fuera.

A los 18 años tenía una asignatura pendiente. El fútbol me llevó a integrarme en un grupo radical. Las peleas a las que me enfrentaba con doce años, se convirtieron en batallas campales acompañadas de carreras improvisadas, enemigos acérrimos y policías enfadados. Recuerdo partidos en que, una vez dentro del estadio, no me importaba lo más mínimo el resultado, ya que el mejor partido se jugaría en la calle. Lunas rotas, vallas voladoras y porrazos aderezados con alcohol se convertían en el pan nuestro de cada ultra.

He de reconocer que era divertido. Pero podía ver entre espejismos a mi padre gritándome que no podía fallar ese gol, a mi primer entrenador castigándome en el banquillo por romperle la nariz a un contrario, o la mirada abatida de un niño con retraso al que humillé en el colegio. Soñaba con ser una estrella y tenía pesadillas por haberme estrellado con la peor de las soledades. Ésa era mi vida hasta que tropecé con la pistola de un camarada que, gracias a que Dios existe, jamás se llegó a disparar.

Hoy, veinte años después, tiemblo ante la actitud de tantos padres que, cada domingo, son capaces de ver cómo su hijo pierde la ilusión de vivir por un partido de fútbol. No puedo tolerar el grito fanático de un padre profiriendo insultos hacia otros niños y pidiendo, incluso, a su hijo que le parta la cara a otro jugador. Sin embargo, no todo en el fútbol es malo. En mis años como aprendiz de futbolista he encontrado grandes personas y buenos amigos. Disfrutar de la victoria es fácil, pero mucho más difícil es aprender de la derrota, y amar y respetar al otro. Y ése es el mejor título del mundo.

Número siete

El fútbol, como instrumento para el desarrollo

Cuando las Misioneras de María Mediadora llegaron a Chezi, en Malawi, para poner en marcha un orfanato, su primera tarea fue atraer a los niños de la calle, hacerles entender la importancia de ir a la escuela y de crecer sanos y fuertes. Por aquel entonces, nadie tenía la intención de que los niños hicieran otra cosa que trabajar los campos, ir a por agua, leña, o buscarse el sustento diario. «Un día, por arte de magia, apareció en la puerta de la misión un pequeño televisor con un video y unas cintas, que sólo eran de fútbol», cuenta María Teresa Andrade, una de las misioneras. «Al parecer, un español que pasaba por allí se enteró de que había españolas, y nos lo dejó en la puerta», explica. «Nosotras no teníamos ni idea de fútbol, pero pensamos que había llegado la salvación a la zona: compramos cables, sacamos el televisor al campo y pusimos el partido de fútbol, y en menos de media hora cientos de niños surgieron de las entrañas de la tierra. ¡Se habrían tragado la tele y los futbolistas si hubieran podido!».

Había llegado el cebo ideal: «Había fútbol, si había tiempo para la escuela». Hoy, existe un colegio en Chezi para miles de niños, un orfanato en el que cuidan de más de 500 huérfanos y fútbol, mucho fútbol.

El equipo de Tiempo de Juego, capitaneado por Paco González y Pepe Domingo Castaño, ha puesto en marcha una campaña, durante esta Eurocopa, gracias a la cual, cada mensaje de texto con la palabra Malawi enviado por el móvil al número 28020 destinará, íntegramente –sólo con operadores Movistar y Vodafone–, 1,20 euros al orfanato de las Misioneras de María Mediadora. Para que los niños de Chezi puedan seguir jugando, aprendiendo y soñando.