La impronta que deja el cardenal Rouco
En marzo de 1999, el arzobispo de Madrid, cardenal Antonio María Rouco Varela, era elegido Presidente de la Conferencia Episcopal Española. Muchos señalan esa fecha como el inicio de un largo período que ahora llega a su fin
La medición de los tiempos históricos tiene, en cualquier caso, siempre algo de convencional y opinable. Pese a tantas leyendas Antonio María Rouco no traía un minucioso plan bajo el brazo. Era, eso sí, arzobispo de una de las principales sedes de Europa, lucía la púrpura cardenalicia desde el 98 y casi nadie discutía su solidez como pastor y hombre del Derecho. No puede decirse que la CEE experimentase una convulsión o un corte respecto a la etapa anterior. Rouco tenía gran confianza en el sedimento profundo de la cultura católica española, pero no se le ocultaba el proceso acelerado de des-cristianización. Era pragmático en sus relaciones con los poderes públicos, pero severo (y realista) al considerar que la secularización interna era un enemigo más temible aún que el laicismo. Con todo, sabía reconocer los puntos de luz que afloraban aquí y allá en medio de la ciudad secularizada, como la imagen que se avista cuando un avión comienza su descenso para un aterrizaje nocturno.
También era evidente que Juan Pablo II, al que había recibido en Santiago de Compostela en 1989, con motivo de Jornada Mundial de la Juventud, le tenía en gran estima, y prueba de ello fue su nombramiento como Relator General del Sínodo sobre Europa, que tuvo lugar pocos meses después de su elección como Presidente de la CEE. Y es que Europa, sus fundamentos y su construcción, ha sido siempre una de sus grandes pasiones.
Episodios amargos
El año 2001 supone un rosario de convulsiones, la más relevante, la que tiene que ver con el tratamiento del cáncer del terrorismo de ETA, una cuestión que lastraba la presencia y misión de la Iglesia desde los años 90 del pasado siglo, y que provocó algunos de los episodios más amargos para el episcopado español en su reciente historia, especialmente tras la negativa de la CEE, no siempre bien explicada, a firmar el llamado Pacto por las Libertades y contra el Terrorismo. En este tema, Rouco entendió la necesidad de un cambio de rumbo y ejerció con decisión su liderazgo. El documento Valoración moral de terrorismo en España, aprobado en 2002, supone un hito fundamental en el discernimiento de las raíces culturales y morales del terrorismo en España, y dotó a la Iglesia de un nuevo discurso para afrontar esta plaga desde su misión específica, pero sumando al esfuerzo de muchas realidades sociales. Es importante subrayar que, para sacar adelante este texto, el cardenal contó con el empuje y la visión larga de otra gran figura del episcopado español, el hoy cardenal Fernando Sebastián.
En 2004, con la inesperada victoria de Zapatero, se abre un nuevo escenario. Por primera vez desde la Transición, la Iglesia afrontaba un programa explícitamente laicista, dirigido a quebrar grandes consensos morales y a asfixiar la relevancia histórica del catolicismo. Frente al manido esquema de una CEE hosca y enfurruñada, Rouco jugó un papel de serenidad y equilibrio en un momento de gran agitación y polarización social. Comprendió la profundidad del desafío y sostuvo, desde una saludable independencia, las iniciativas de resistencia de la sociedad civil. Supo mantener un discurso público fuerte, pero sin quebrar los puentes de diálogo. En este contexto de hostilidad desde el poder, llegó a la conclusión de que eran necesarias iniciativas que diesen visibilidad al pueblo cristiano en la plaza pública, entre otras las famosas Misas de la Familia en la madrileña plaza de Colón.
Con olor a oveja
Creo que el cardenal Rouco siempre ha pensado que el trabajo más urgente y radical para la Iglesia era y es el de recrear el sujeto cristiano, dotar de solidez y profundidad a las comunidades, educar en la fe y buscar cauces para una nueva misión, que él quiso ensayar de muchas maneras en su propia archidiócesis. También ha tenido una gran sensibilidad para la dimensión cultural de la fe, fruto de la cual ha sido su empeño en poner en pie la Universidad San Dámaso. El Señor, que no le ha ahorrado desvelos y sinsabores, le ha regalado la dicha sin par de acoger la JMJ de Madrid y de contemplar la fe alegre y creativa de millones de jóvenes reunidos en torno a Benedicto XVI. Eso y haber dado forma a una nueva generación de curas madrileños, pienso que son dos grandes alegrías de su largo ministerio, alegrías, por cierto, muy ligadas a lo que el Papa Francisco llama pastores con olor a oveja.
Está claro que, a lo largo de casi quince años, hay tiempo para el acierto y para la equivocación en cualquier biografía. No creo que exista eso que llaman rouquismo, sin negar que el cardenal ha marcado su impronta en un tiempo especialmente recio, en el que seguramente hubo de explorar caminos que hubiera preferido no tener que transitar. Conociendo su ironía galaica, no me extrañaría que contemple con cierto escepticismo tantos análisis, éste incluido. Decía al principio que toda periodificación tiene algo de artificial. Rouco recibió una historia viva con muchos asuntos abiertos y la entrega ahora llena de preguntas y desafíos para sus sucesores, tanto en Madrid como en la CEE. Y como diría san Juan XXIII, el premio por estos años consiste en haberlos vivido.