Durante la primera semana de marzo los medios se llenan cada año de un flujo continuo de mujeres ejemplares, pioneras, líderes, empoderadas, inteligentes, equilibradas, y la calle de mujeres sencillas, vecinas, primas, hermanas, amigas gritando soflamas y exigiendo conquistar esos derechos que todavía quedan lejos de ser equilibrados, en muchos aspectos, a los de los hombres. Todo esto gira en torno al impertérrito 8 de marzo, el Día Internacional de la Mujer. Un día en el que se debería dar gracias a las que nos precedieron y por las que hoy madres e hijas pueden votar, estudiar, dirigir, ganarse el pan con el sudor de su frente. Dentro o fuera de casa. Pero por elección propia. Un día en el que se debería recordar que todavía hay niñas a las que cortan el clítoris con una cuchilla de afeitar infectada y mueren sin poder pisar la escuela; otras a las que casan con adultos pederastas que las usan de esclavas sexuales y limpiadoras particulares; millones a las que han prohibido estudiar en Afganistán, y cientos gaseadas en Irán mientras estaban aprendiendo para poder tener futuro. Pero no. La ideología ha desterrado el agradecimiento y, con ello, la verdadera revolución.