Cada uno piensa lo que puede, pero hay estilos. La tradición llama al fenómeno forma mentis. Umbral tradujo el latinajo con el término peinado, pues pertenece al acondicionado capilar el configurar la sesera. «La filosofía occidental —decía—, es una filosofía de raya al medio, y la filosofía oriental es pelona, de cabeza rapada». Nosotros podríamos decir que la posmoderna tiene algo de tricotilomaníaca. A base de deconstrucción –o tiña autoinmune–, la filosofía se ha ido mutilando la melena aquí y allá. El tocado resultante es estrambótico, y los cerebros discurren hoy a trompicones por un batiburrillo de mechones y clapas. El juicio se pierde. La filosofía se ha vuelto loca: así ha titulado Jean-François Braunstein su último ensayo (Ariel, 2019), donde pone entre la navaja y la piel tres de los mechones del pensamiento actual.
Clavada en la cima craneal, emergiendo del lóbulo frontal, se levanta una cresta con ínfulas de tsunami: la así llamada ideología de género. Este barbero francés identifica a J. Monney como el creador de la ya popular diferencia entre género y sexo. Su idea nacía al elevar sus peregrinas conclusiones sobre hermafroditismo al plano universal, con la decidida intención de justificar las operaciones de genitales. Aunque ocultó durante años los pésimos resultados de sus experimentos, su idea fundamental —y alguna de sus consecuencias, como la pedofilia o el incesto— seguirá viva entre detractores como Fausto-Sterling y Butler, últimos coletazos del feminismo. Coloreando de tintes científicos su cazcaleo verbal, culminarán el desgarro: si sexo y género son autónomos, el cambio de sexo carece de sentido. El género fluye —hoy de un lado, mañana del otro— con independencia del cuerpo sexuado. La subjetividad esporádica y autoritaria anulará todo anclaje externo y opresivo, empezando por disolver el cuerpo: «Si se piensa realmente en el cuerpo como tal, no es posible trazar sus contornos», dirá Spavic.
Sobre la coronilla se abre una zona trasquilada, dándole al parietal un gesto salvaje: los derechos de los animales. La emotiva empatía con el sufrimiento animal desarrolló una identificación ontológica. La diferencia hombre-animal debía abolirse, so pena de ser condenado por especismo. «Si comparamos a un niño humano severamente discapacitado con un animal no humano, un perro o un cerdo por ejemplo, nos damos cuenta de que a menudo el no humano tiene capacidades superiores», dirá Singer. Huelga decir que también este alzamiento de la frontera moral tiene sus interesados sexuales, también defendidos por Singer: «¿Cómo podría yo resistirme a sus besos húmedos?», dirá Haraway suspirando por su perrita.
En la sien, donde el lóbulo temporal forja en plata la memoria, se cierne la amenaza de una depilación sistemática: la mal llamada eutanasia. Revestidos de cirujanos, los esquiladores tratan de redefinir los límites de la «vida digna de ser vivida». Tratarán de expandirse introduciendo «comités de autoproclamados expertos que decidirán quién debe vivir y quién debe morir». Lo cual no es de extrañar, porque hace tiempo que esos comités ya trapichean con la muerte: con la creación del término muerte cerebral se desdobló el fin del hombre, garantizando el provecho de los órganos del cuerpo vivo para los trasplantes. Desde entonces, el final del hombre en su aspecto psíquico es independiente de su final físico. Una vez aceptada esa duplicidad, toda manipulación podrá ser perfectamente justificada.
Platón consideraba que el rey ideal debía estar gobernado por un filósofo. Pero, qué quieren que les diga, hoy podríamos decir que son los filósofos los que necesitan ser gobernados. Lo mejor sería buscarse un buen barbero.
Jean-François Braunstein
Ariel
2019
312
21,90 €