La fe, la fuerza de la vida
27º domingo del tiempo ordinario / Evangelio: Lucas 17, 5-10
El Evangelio de este domingo XXVII del tiempo ordinario forma parte de la larga sección de Lucas (Lc 9, 51-19, 28), que describe el viaje de la subida de Jesús a Jerusalén, donde será hecho prisionero, será condenado y morirá. La mayor parte de esta sección está dedicada a instruir a los discípulos, de tal manera que este pasaje forma parte de esta enseñanza de Jesús, que invita a sus discípulos a centrar la atención en los pequeños, en los excluidos de la sociedad (cf. Lc 17, 1-2), en los miembros débiles de la comunidad (cf. Lc 17, 3-4), con una actitud de comprensión y de reconciliación. Así, Jesús les habla de la fe en Dios, que debe ser el motor de la vida de un apóstol.
De este modo, los discípulos, ante este enorme desafío, piden a Jesús que les aumente la fe. ¿Qué significa esto? La fe tiene diversos grados. Hay niveles de fe muy débiles, y hay un nivel pleno en la vida eterna, que es la visión beatífica, el cara a cara con Dios, donde la fe da el salto definitivo. Entre la creencia débil y la visión beatífica hay un largo camino con diferentes grados. Hay veces que la fe decae, se debilita y corre peligro. Hay que tomar medidas y reanimar la llama bautismal, la llama penitencial… Hay veces que alguien se cruza en el camino, la oración nos invade y entonces la fe crece. Es el don del Señor el que levanta la fe, porque esta se robustece sobre todo por efecto de Dios.
El Evangelio de este domingo nos está diciendo que la fe es la fuerza de la vida. Es justamente lo que le dice Dios al profeta Habacuc en la primera lectura: «El justo vivirá por su fe» (Hab 2, 4), sobrevivirá por la fe, y vivirá una vida superior por la fe. Por tanto, la fe es nuestra fuerza. La fe es la llama de Dios, el fuego divino, que está impreso en nuestro corazón.
El texto habla de fe, pero es una fe en una situación difícil. En el fondo es una fe que se traduce en esperanza, en aguante y en valor. Ciertamente estamos viviendo un momento muy complejo en nuestro mundo y en nuestra sociedad. Es verdad que todos los tiempos han sido difíciles, pero da la impresión de que estamos en una etapa crucial, donde nos jugamos mucho. A nivel internacional nos invaden los conflictos y los atentados; Europa se está rompiendo porque está siendo agredida ferozmente por la guerra entre Rusia y Ucrania; socialmente el matrimonio está en una profunda crisis, y esto trae consigo que la natalidad sea desastrosa; ¡cuántos niños no nacidos, y cuántos ancianos abandonados! No podemos cerrar los ojos a la situación que vivimos.
Sin embargo, no podemos dejar que nos atrape el derrotismo. No podemos perder la esperanza, porque estaríamos perdidos. El Evangelio siempre es una llamada a la esperanza. No al mero optimismo. Porque el mal está ahí y no podemos obviarlo. Hay maldad, y esta es fuerte. Tenemos una economía hundida, una política en crisis, y nuestra Iglesia ahora está debilitada y cansada. Pero, ¿acaso ha fracasado Jesucristo? ¿Han fracasado los grandes santos del siglo XX, como Teresa de Calcuta? ¿Ha fracasado tanta gente buena? ¿Quién escribirá la epopeya de religiosas mayores que aguantan con tanto valor cuidando de otros ancianos en residencias? ¿Quién escribirá la epopeya de sacerdotes mayores sirviendo en parroquias y consolando? ¿Quién escribirá la epopeya de Cáritas y sus voluntarios?
El mal no es todo. Es cierto que es terrible, y está en un momento en que parece usar todas sus armas. Pero enfrente tiene a Cristo resucitado, a María, a los santos, a toda la Iglesia, a mucha gente buena… Algunos no creen, otros están en otras religiones… pero el Espíritu Santo no está lejos de muchos de ellos que sueñan y trabajan por la paz. ¿Cómo ignorar a esos voluntarios, creyentes o no, que se están jugando la vida para rescatar a inmigrantes? El mundo no es malo, las personas no son malas, aunque la maldad hoy esté explotando y quiera ocupar el primer plano. Más que hacernos daño —que lo está consiguiendo—, lo que pretende el mal es robarnos la esperanza.
Recuperemos los cristianos el valor y no dejemos de luchar, sabiendo que lo primero en esa lucha es rezar. De la oración nacerán el valor, la llama, el fuego, la pasión. Dejemos de lado la apatía y la mediocridad, y abandonemos nuestros miedos que tanto nos paralizan. Necesitamos una Iglesia en salida. Empecemos una etapa de lucha, en que no nos harán odiar a nadie aunque lo intenten. Los cristianos tenderemos la mano a todos, y hablaremos, gritaremos y haremos lo posible para que la familia sea una auténtica familia, para que los hijos sean verdaderos hijos, para que la igualdad económica avance, para que haya un respeto social, para que construyamos la paz, para que no perdamos la esperanza.
En aquel tiempo, los apóstoles le dijeron al Señor: «Auméntanos la fe». El Señor dijo: «Si tuvierais fe como un granito de mostaza, diríais a esa morera: “Arráncate de raíz y plántate en el mar”, y os obedecería. ¿Quién de vosotros, si tiene un criado labrando o pastoreando, le dice cuando vuelve del campo: “Enseguida, ven y ponte a la mesa”? ¿No le diréis más bien: “Prepárame de cenar, cíñete y sírveme mientras como y bebo, y después comerás y beberás tú”? ¿Acaso tenéis que estar agradecidos al criado porque ha hecho lo mandado? Lo mismo vosotros: cuando hayáis hecho todo lo que se os ha mandado, decid: “Somos siervos inútiles, hemos hecho lo que teníamos que hacer”».