La fe adulta es la fe de la Iglesia
Cristo toma el rostro de aquellos que viven en la comunión de la Iglesia. Por eso, los ojos de muchos están puestos en nuestros sacerdotes. El Papa Benedicto XVI ha dado a los párrocos de Roma unas indicaciones válidas para todos los sacerdotes:
La verdadera catequesis
«El Año de la fe es también el año del catecismo de la Iglesia católica. Renovaremos el Concilio sólo en la medida en que renovemos el conocimiento del catecismo. Es un gran problema de la Iglesia en la actualidad la falta de conocimiento de la propia fe, el analfabetismo religioso. Debemos apropiarnos de nuevo del contenido de nuestra fe como riqueza y unidad, no como un paquete de dogmas y de mandamientos, sino como una realidad única que se revela en su profundidad y en su belleza. Hay que hacer posible una renovación de la catequesis, para que Dios sea conocido y Cristo sea conocido, para que la verdad sea conocida».
En comunión con la fe de la Iglesia
«Hoy se habla de tener una fe adulta, como si tuviera que estar emancipada del magisterio de la Iglesia. Sin embargo, el resultado de esto no es una fe adulta; el resultado es una dependencia del mundo, de las opiniones del mundo, de la dictadura de los medios de comunicación, de lo que todo el mundo cree y piensa. ¡Emanciparse del Cuerpo de Cristo no es una verdadera emancipación! Al contrario, supone caer en la dictadura de los vientos del mundo. La verdadera emancipación es, más bien, liberarse de esta dictadura, en la libertad de los hijos de Dios que creen en el mismo Cuerpo de Cristo, y ven así la realidad, y son capaces de responder a los desafíos de nuestro tiempo».
Respeto por la liturgia
«Debemos también aprender a comprender la estructura de la liturgia y por qué está articulada así. La liturgia se ha desarrollado a lo largo de dos milenios, no es algo elaborado sólo por algunos liturgistas. Sigue siendo una continuación de un desarrollo permanente de la adoración y del anuncio.
Es preciso entender el texto de la liturgia en su dramatismo, en su presente, también el Prefacio y la Plegaria eucarística. Las cosas sólo podrán mejorar si la Plegaria eucarística se pronuncia bien, incluso con los debidos momentos de silencio, si se pronuncia con interioridad pero también con el arte de hablar. Los monaguillos deben saber lo que tienen que hacer; los lectores deben saber realmente cómo han de pronunciar. Asimismo, el coro y el canto deben estar preparados; el altar se debe adornar bien. Todo ello, aunque se trate de muchas cosas prácticas, forma parte del ars celebrandi».
La humildad necesaria
«La humildad es una virtud esencial para el sacerdote. Es una virtud que, en el catálogo de las virtudes precristianas, no aparece. Es una virtud nueva que nace del seguimiento de Cristo, quien, siendo de condición divina, se humilló a sí mismo tomando la condición de esclavo, obedeciendo hasta la cruz. Éste es el camino de la humildad del Hijo que debemos imitar. Seguir a Cristo quiere decir entrar en este camino de humildad. Lo contrario de la humildad es la soberbia, la raíz de todos los pecados. Es la soberbia de la arrogancia, que quiere, ante todo, el poder, la apariencia, el aparecer ante los ojos de los demás, querer ser alguien o algo, darse placer a uno mismo, querer ser aceptado por los otros, o incluso venerado por los otros. Yo, como el centro del mundo.
La humildad es, sobre todo, la verdad; aprender que mi pequeñez es, en realidad, mi grandeza. No debemos querer aparecer ante los demás, sino que hemos de querer agradar a Dios y hacer cuanto Dios quiere que hagamos. Las pequeñas humillaciones que vivimos día tras día son saludables, porque nos ayudan a reconocer la propia verdad y a ser libres de la vanagloria. He de aceptar mi puesto en la Iglesia, y mi pequeño servicio, como cosas grandes a los ojos de Dios».