La fascinante santidad de un hombre de campo - Alfa y Omega

La fascinante santidad de un hombre de campo

Se abre la causa de canonización de Víctor Rodríguez. Padre de diez hijos, pasó de dirigir una granja a trabajar de peón en Pepsi. Su vida mística fue «algo fuera de serie»

Juan Luis Vázquez Díaz-Mayordomo
Víctor Rodríguez y la sonrisa que todos recuerdan. Foto cedida por Luis Rodríguez.

«Que a mi hermano le abran el proceso de canonización me parece normal, sabiendo como vivía», dice Juan Luis Rodríguez, carmelita y hermano de Víctor Rodríguez, un sencillo hombre de campo, padre de diez hijos, cuya causa acaba de ser abierta en la diócesis de Valladolid.

Nació en Quintanadiez de la Vega (Palencia) en 1925, y cuando se casó, a los 23 años, comenzó a criar gallinas ponedoras. Le fue tan bien que montó un negocio más amplio en Medina del Campo, que le fue «viento en popa». Allí entró en contacto con el Carmelo y se hizo carmelita descalzo seglar. Hasta entonces, fue «un hombre generoso y de fe, algo que habíamos heredado de nuestros padres», dice Juan Luis.

Pero en 1966 llegó un varapalo muy grande para la familia, ya con varios hijos. Una crisis de la avicultura a nivel nacional hizo que el negocio de Víctor se fuera a la ruina. «Ese fue el momento de su conversión», confiesa su hermano. «Cambió de vida radicalmente. Si antes le gustaba vivir bien y fumarse buenos puros, a partir de entonces entregó toda su vida al Señor, con confianza total».

En ese difícil momento, Víctor se llevó a la familia a un pequeño piso en Madrid y entró a trabajar en Pepsi como un simple peón, cuando hasta hacía nada tenía a varios empleados a su cargo. Él mismo reconocería después que su ruina fue «el mayor beneficio que Dios me ha concedido en la vida».

Su fe se acrecentó de modo exponencial. Comenzó a orar mucho. Su párroco le dejaba en la iglesia por la noche y le daba la llave para que cerrara al marcharse. Se implicó en los Cursillos de Cristiandad y entró en la Adoración Nocturna, donde «se pasaba rezando la noche entera, no solo unas horas. Era algo fuera de serie». También pasaba algunos días al año en el monasterio de las Batuecas, donde los carmelitas hasta le prestaban un hábito. «Le trataban como uno más. Y a otro hermano nuestro –también carmelita– y a mí nos decían: “El santo es vuestro hermano, no vosotros”», ríe.

En Pepsi, sus compañeros descubrieron rápidamente su valía y lo eligieron como representante de los trabajadores. «Llegó a llevar a la empresa a juicio por un tema de derechos laborales. Fue muy valiente, se jugó el trabajo por defender lo que él creía justo. Se expuso por él y por otros», recuerda su hermano.

En la fábrica hacía horas extraordinarias para poder sacar adelante a sus hijos, pero cuando se fueron haciendo mayores y ya no tenía tanta necesidad, siguió trabajando de más. ¿Para qué? Para dárselo a los pobres. Y cuando algún compañero le decía que guardara ese dinero extra para su familia, respondía: «En mi casa nunca falta de comer, pero hay muchos hogares donde no hay». Su oración comenzaba a las dos de la madrugada, sentado en la cocina, a oscuras, hasta que llegaba la hora de irse al trabajo.

Durante un tiempo estuvo en la Congregación de San Felipe Neri atendiendo a enfermos en los hospitales: «Él era el único que entraba en la sección de psiquiatría, donde algunos pacientes eran agresivos. Pero él llegaba allí, con su crucifijo y su sonrisa, y se ponía a hablarles de Jesús. Al despedirle hasta lo besaban».

Todo esto lo vivió muy entregado a su familia y en especial a su mujer. «Estaban muy unidos. Para él era lo primero», dice su hermano, que conoce ya varios favores atribuidos a su intercesión, «algunos verdaderos milagros. ¿Cómo no los va a haber? Lo de Víctor merece ser contado y conocido».