La enfermera de noche de IFEMA - Alfa y Omega

La enfermera de noche de IFEMA

Raquel Heras supervisó las emergencias del turno de noche de IFEMA. Ahora está en el Zendal

Cristina Sánchez Aguilar
Raquel Heras trabaja en el Hospital de Emergencias Enfermera Isabel Zendal. Foto: José Calderero de Aldecoa

El día 31 de marzo Raquel Heras recibió una llamada para supervisar las emergencias del turno de noche para el hospital improvisado en el pabellón IFEMA para pacientes con COVID-19. «No lo dudé ni un momento. Aquello fue un antes y un después en mi vida». Ahora forma parte del equipo de dirección de enfermería del nuevo Isabel Zendal.

El 2020 está marcado por la muerte. 50.000 españoles han fallecido, según cifras oficiales, a causa de la COVID-19. Un escenario doloroso que choca frontalmente con la lucha de los sanitarios, quienes literalmente se han dejado la vida –según los últimos datos ofrecidos por los respectivos órganos colegiales, alrededor de 70 sanitarios y 20 farmacéuticos han fallecido por el virus– para salvar a otros. «No habrá vida para agradecer al personal sanitario lo que ha hecho en esta pandemia», asegura Raquel Heras, enfermera con 30 años de experiencia que, tras varios años como supervisora del bloque quirúrgico del Doce de Octubre de Madrid, ahora forma parte del equipo de la dirección de enfermería del Hospital de Emergencias Enfermera Isabel Zendal.

«Cuando empezamos con el primer pico de la pandemia estaba en el Doce de Octubre», explica. «De aquellos meses recuerdo la angustia de intentar salvar a los pacientes sin tener tiempo ni siquiera para preparar nada». En su caso, «montaba los quirófanos con el material para que funcionasen como UVI, porque se nos moría la gente». Heras recuerda estos días «como una especie de burbuja; cuando salía del hospital no sé ni cómo llegaba a casa. Llevaba encima una mezcla de agotamiento intenso y muchísima tristeza por lo que estábamos pasando». «Llorábamos mucho», recuerda. «Por los fallecimientos; por el dolor de sus familiares; por ser la única compañía de los pacientes que se iban apagando, sin ningún ser querido alrededor. Ni siquiera en esos momentos podían acceder a ellos los sacerdotes». Por eso, Raquel y algunas compañeras «rezábamos delante del fallecido cuando lo metían en el saco para llevárselo».

Al estrés por ser el puente exhausto entre la vida y la muerte se ha sumado el miedo. «Lo hemos tenido todos, pero la mayor parte de las veces no por nosotros mismos, sino por nuestras familias». Ella misma, durante la primera oleada, se aisló en casa en una habitación con la mascarilla puesta 24 horas.

Por eso aquella llamada del 31 de marzo «fue un antes y un después en mi vida». Porque «en el hospital que montamos en IFEMA de la nada logramos salvar vidas», afirma Heras, responsable del turno de noche. «Conseguimos curar; gracias a Dios falleció poca gente». A la sutil conquista de la enfermedad hay que añadir la existencia del equipo de capellanes que rondaba día y noche esta suerte de trinchera. Y la de la capilla, el descanso del guerrero.

La dirección del Zendal, que es la misma que la de IFEMA, quiso exportar aquel modelo improvisado que fue un éxito a un hospital real. Y por eso llamaron a nuestra protagonista, que pone rostro a los miles de médicos, enfermeros, personal de limpieza, auxiliares, conductores y todos aquellos que desde el ámbito sanitario nos han defendido de la masacre. A todos a los que aplaudíamos ardientemente a las ocho de la tarde desde el balcón mientras ellos sufrían las malas decisiones y las consecuencias de la «falta de información real a la población, para que fuera más cauta». Ojalá «hubieran enseñado menos balcones y más lo que estábamos viviendo en los hospitales».