La cuenta atrás final - Alfa y Omega

Hace algunos años, tras un intenso periodo de lluvias, más largo y abundante de lo habitual, en un pequeño país de Centroamérica, unos pueblos y pequeños asentamientos para la explotación cafetera sitos en la ladera de un volcán inactivo fueron arrasados por una gigantesca avalancha de tierra, que los arrancó de cuajo y los enterró en barro. Murieron centenares de personas y los cuerpos de muchas no pudieron ser encontrados, sepultados bajo metros de lodo volcánico endurecido. Un amigo, que trabajaba para una agencia de cooperación internacional encargada de la reubicación de los pocos supervivientes, visitó la zona pocos años después del siniestro y se encontró que algunas familias habían decidido por su cuenta reconstruir sus casas en la misma zona cero del desastre. El cooperante, desconcertado, les preguntó por qué no se instalaban en otra parte, que en esa área podría reproducirse la catástrofe. La respuesta, que dejó atónito a mi amigo, fue sencilla y directa: «Lo sabemos, pero es nuestra tierra; no queremos vivir de otro modo».

Ignacio Jáuregui (Málaga, 1967) en su precioso último libro, Venecia. Un asalto en espiral (Athenaica, 2025), habla del escaparate de la veneciana Farmacia Morelli, que tiene «un contador digital [que] marca cada día el número, siempre descendente, de habitantes de la ciudad según el censo». En efecto, el número de residentes en Venecia mengua inexorablemente de un año a otro, víctima en gran parte de su éxito como destino turístico, aparte de los enormes problemas de estabilidad de sus manzanas y edificios, cimentados sobre el lodo de la laguna (lo que provoca un lento hundimiento por compactación y asentamiento), y de las cada vez más habituales y graves inundaciones, debidas al aumento del nivel del mar por el calentamiento global. A todas luces, Venecia es una ciudad herida de muerte, cuyo único enigma es saber cuándo le sobrevendrá.

Venecia, al igual que las explotaciones cafeteras del volcán centroamericano, se levantó en un «no-lugar», en un espacio hostil donde se supone que no debería haber presencia humana. Venecia se instaló en medio de una laguna pantanosa, como forma de protección frente a las invasiones bárbaras, primero; y de los intentos de domino germánico y bizantino, después. Por su parte, los poblados de la ladera del volcán, para explotar unos terrenos especialmente fértiles y propicios para las plantaciones de café. En ambos casos, se produjo una audaz (y un tanto insensata) antropomorfización de un territorio siempre amenazante, que lleva consigo una fecha de caducidad.

Sin embargo, esta obsolescencia programada de la vida humana en estos territorios no supone una excusa para sus moradores para el abandono o la rendición. Las casas siguen reconstruyéndose o restaurándose y, aunque con cuentagotas, nuevos negocios o nuevas vidas irrumpen en los barrios o las comunidades. En el fondo, la obstinada resistencia de Venecia y los pueblos del volcán a desaparecer es un paradigma extremo de la condición humana. «¿Cómo seguir adelante cuando, en tu corazón, empiezas a entender que no hay regreso posible, que hay cosas que el tiempo no puede enmendar, aquellas que hieren muy dentro, que dejan cicatriz?». La pregunta que Tolkien pone en boca de Frodo en el final de El Señor de los Anillos nos interpela, de una forma u otra, a todos.

Ignacio Jáuregui observa agudamente que abandonarse al sentimiento de decadencia o a la sensación de fin inminente sí que es el final definitivo; que solo se puede seguir adelante y crecer y madurar cuando la realidad «se absorbe sin filtros [como] el milagro que es», como «presente absoluto», concluyendo con cierta picardía cómo la trampa de la «atractivísima estética» de la derrota consiste en que «garantiza, en el fondo, una supervivencia cómoda e indefinida: no terminar de estar vivo es una receta como otra cualquiera para no morirse». Lo que está en juego, según el escritor malagueño, es malbaratar la vida, es decir, el gozo «de la maravilla que nos ha sido dada, sin que el deseo de lo mejor ni el dolor de lo perdido nos enturbien la mirada. En eso consiste ser adulto».

La posibilidad es el motor de la esperanza y, por lo tanto, lo que hace factible la vida a lo largo del tiempo. No los cálculos o los balances, que siempre salen negativos o a deber. «Lo importante, lo único importante», remacha el autor, «es que la belleza [la realidad, el mundo] está ahí esperándote intacta, disponible, desafiante. No importan las condiciones ni la incomodidad, al final estás tú frente a la ciudad [la realidad, el mundo] y no hay excusas». La (insensata) dignidad de los repobladores del volcán centroamericano, que dejó atónito a mi amigo cooperante, o la (temeraria) joven pareja veneciana que Ignacio Jáuregui vio un día llegar en barca con su niño recién nacido a su casa en la Fondamenta della Sensa, «que no será la más cómoda para criar un bebé, pero que va a regalar a la criatura una infancia memorable», son dos frágiles y precarios (pero únicos e indispensables) ejemplos de gestos capaces de invertir, aunque sea por un momento, el sentido de la implacable cuenta atrás final.