La cruz es un abrazo
No olvidemos este abrazo de la Iglesia al niño que sufre, sobre todo cuando nos enredemos entre nosotros en debates estériles, tuit que va y pódcast que viene, agazapados en nuestros ombligos ideológicos. O somos un hospital de campaña o somos una bandera
El niño es el mundo. En él caben todas las fronteras, todos los deseos, cada una de las esperanzas de todos los que estamos vivos. E incluso de los que ya no lo están. Por eso un niño que muere en una guerra es un mal absoluto. Y no hay ninguna justificación posible: no hay ideología que lo ampare ni casualidad que lo explique. El pasado sábado el Papa Francisco recibió a quienes conforman el hospital pediátrico del Vaticano, el Bambino Gesú, que este año celebra su centenario como propiedad de la Santa Sede. En el Aula Pablo VI recibió también a familias que tienen a sus hijos en el centro. Entre ellos, varios niños procedentes de Ucrania y de Gaza. Italia ha sido el primer país europeo que ha activado un programa para acoger a niños heridos en la guerra entre Israel y Hamás. Un protocolo que ha sido posible gracias al vicario de la Custodia de Tierra Santa, el padre Ibrahim Faltas. La Iglesia es esto: vencer el mal con el bien, acoger, abrazar, acompañar, extender el Reino allí donde el único enemigo se empeña en poner odio.
Conviene no olvidar este abrazo del Papa, que es un hombre mayor con achaques de salud y que apenas puede caminar, pero que, abrazado a la cruz que cuelga de su cuello, puede transmitir al que sufre la única redención posible: esto no es todo, no estás solo, tuyo es el cielo. La verdadera pedagogía de la cruz es que no es un madero seco, sino un abrazo de carne, hueso y vida. No olvidemos este abrazo de la Iglesia al niño que sufre, sobre todo cuando nos enredemos entre nosotros en debates estériles, tuit que va y pódcast que viene, agazapados en nuestros ombligos ideológicos. O somos un hospital de campaña o somos una bandera. O regalamos un abrazo sin preguntas, que es el modo cristiano de afirmar la fe, la esperanza y la caridad, o nos afanamos por llevar razón. En esto no hay término medio. Así, el niño de la foto, que abraza y nos enseña un rostro escondido que intuimos de ojos cerrados y paz, es el niño de todas las fotos, igual que una gota encierra todo el mar. Cuando murió su hijo, Francisco Umbral aparcó el cinismo y la amargura y nos regaló su libro eterno: «Van cayendo mis palabras, mis papeles, al vacío del sol y del tiempo que se abre entre los dos, como un pozo que lleva al cielo». No hay regate posible ante el sufrimiento del inocente, del más puro de entre todos, que es el niño cierto. Mi hija, la tuya, el hijo de enfrente, el chico de Ibrahim, el chaval de Dimitri, el pequeño de Abraham, el niño de Paco y España, tan Mortal y rosa («y nosotros aquí, ensordecidos de tragedia, heridos de blancura, mortalmente vivos, diciéndote»), todos los niños que sufren y mueren son nuestros. Y merecen ese abrazo que no se acaba.