En mayo de 1977, inicié mi vida política. En aquellos años se hacía política con mayúsculas. Con frecuencia se hacía por los mejores. Y se hacía con ilusión, con confianza, con esperanza, con determinación. De la política se esperaba mucho. Y verdaderamente logró mucho. Si eso ocurrió fue porque nadie en España relativizaba el significado y el alcance de aquel proyecto. Nunca lo he mitificado, pero creo que es de justicia valorarlo como lo que es: un éxito histórico extraordinario.
Sin embargo, transcurridos 35 años de democracia, de libertad y de prosperidad, nos encontramos ante la situación política, social y económica más crítica de cuantas hemos vivido. La ilusión, la confianza, la esperanza y la determinación se han tornado en desilusión, desconfianza, desesperanza y parálisis. Parece que hayamos vuelto a la casilla de salida. Y sin las virtudes personales ni colectivas que sí teníamos en aquellos años. Estamos sumidos en una crisis total. Parecemos agotados. No tenemos ni dirección ni proyecto común.
Quienes con mayor o menor responsabilidad protagonizamos nuestro proceso constituyente, teníamos visiones muy diferentes de las cosas. Pero pusimos lo mejor de nosotros mismos al servicio de un gran proyecto común que resultara aceptable para todos. Y el resultado no fue una expresión de relativismo. Las palabras tenían significados claros. Aun cuando los acuerdos estuvieran abiertos a concreciones, había una idea común sobre lo que las cosas eran. Y sobre todo había una idea común sobre lo que no eran y sobre lo que no podían ser. Eso es lo que algunas minorías no aceptaron nunca, llegando incluso algunas a emplear el asesinato. Durante mucho tiempo, en lo esencial, la mayoría se mantuvo firme y no cedió ante esas minorías. Pero eso finalmente cambió y hoy van imponiendo su proyecto frente a una mayoría paralizada, confundida y desesperanzada.
Olvidamos lo que exige vivir en sociedad. Olvidamos nuestras raíces. Descubrimos un bienestar que desconocíamos, la comodidad, el vivir por encima de nuestras posibilidades. Actitudes que nos hicieron perder el norte y nos pusieron a merced del relativismo. Nuestra historia ha sido la de un proceso de avance del relativismo sin precedentes. Cuando la crisis económica y financiera llegó, la crisis de fondo estaba ya dentro de nosotros. Esa crisis de fondo no es algo que nos esté pasando. Nos equivocamos si culpamos a los demás, a los mercados, a los políticos. Lo que está en crisis es la persona. La crisis está dentro de nosotros mismos. Y, por tanto, la solución no podrá venir sólo de reformas institucionales.
No hay apenas sentido de comunidad. Crece la idea de que los demás son un obstáculo para nuestro bienestar. Por eso no debe sorprendernos el deterioro de la familia como institución capital, que es donde se afirma con más claridad que nuestro bienestar lo hacen posible los demás.
La misma crisis moral que nos ha hecho vivir por encima de nuestras posibilidades es la que antes, y por encima de eso, lleva mucho tiempo causando la trágica realidad del desprecio a la vida. Se ha relativizado el derecho a la vida, reemplazado por un supuesto derecho a decidir sobre la vida de un ser humano. La expresión del relativismo, fruto y consecuencia de la comodidad, es que cada vez que se percibe o se intuye una obligación, se trata de eliminarla creando un falso nuevo derecho.
La ideología de género, el matrimonio entre personas del mismo sexo, el aborto como derecho… no son cortinas de humo. Son el corazón de un proyecto de ruptura que sigue en marcha. Con el pretexto del progreso, de la modernidad, se ha actuado contra el acuerdo de fondo que hacía posible la convivencia.
Resulta indispensable un cambio de actitud personal generalizado. Hay que empezar por uno mismo. La política debe favorecer las condiciones para ese cambio, pero no puede llevarlo a cabo por sí misma.
El camino de la regeneración
Debemos depositar más confianza en la familia que en ninguna otra institución. La familia es un ámbito de transformación personal capaz de impulsar una salida auténtica y no superficial de la crisis. Y es también un ámbito capaz de exigir y de poner en marcha una verdadera regeneración de la vida pública.
Es urgente un proyecto asentado en la verdad capaz de combatir al mismo tiempo las mentiras de la Historia impulsadas por los nacionalismos, y las mentiras del presente protagonizadas por el relativismo. Nuestro drama nacional tuvo su origen simbólico en una frase que constituyó todo un desafío cultural: La libertad os hará verdaderos. Nuestra regeneración será posible si devolvemos su prestigio social a la convicción de que es la verdad la que nos hace libres.