Un susto recorre las calles de Europa. De nuevo podemos caer en el error de confundir población musulmana con amenaza para nuestra convivencia. Y las cosas no son así. Somos testigos de que nuestro país ha cambiado de color en las últimas décadas. Los flujos migratorios tienen nombre propio: Mustafá y Samir; Baracq y Fátima. Sus rostros solicitan acogida y solidaridad; su cultura busca acomodo entre la nuestra; su religión anhela caminos de fraternidad invocando a Alá. Solo desde la realidad de la normalidad y no de la excitación podremos reflexionar con criterio.
Lo cierto es que el fenómeno migratorio, recrudecido con el de los refugiados sirios de estos últimos meses, recoloca nuestros mapas y sobre todo debería recomponer nuestras mentes. Una de las consecuencias que advertimos con la llamada integración de las personas musulmanas en nuestras sociedades es preguntarnos sobre qué modelo ético y político se asienta esta convivencia. Somos herederos del Estado-nación griego fundamentado en la polis donde todos los ciudadanos comparten la misma lengua, etnia y tradiciones. La pertenencia política y las bases de la convivencia se domicilian en un suelo cultural compartido. Esa comunidad política homogénea no encuentra fácil encaje en una realidad tan plural como la que vivimos. Desde el Estado monolítico lo diferente es tratado a partir de lógicas perversas: en especial me refiero a la asimilación de las minorías para que modifiquen sus comportamientos, costumbres y tradiciones incorporándose a la cultura mayoritaria. Existen múltiples mecanismos para asimilar al diferente. Las notables dificultades y encontronazos que contiene esta deriva conducen a la creación de guetos como los que ya conocemos en Francia o Bélgica.
La fórmula de la integración que se desarrolla en multitud de experiencias educativas y de intervención social desde el paradigma de la interculturalidad es mucho más que una técnica o una estrategia. Parte del convencimiento de que nuestra identidad personal y colectiva se ve afectada por las identidades múltiples de los otros, y que todos aprendemos a vivir juntos de otra manera. Y esa integración se articula jurídicamente desde la clave de ciudadanía: todos somos igualmente ciudadanos, lo cual implica que la persona no sea valorada por si tiene papeles o no. Es peligroso reducir el fenómeno migratorio a lo jurídicamente formal donde ese impone la categoría explicativa de ser legales o ilegales. Una sociedad moralmente desarrollada debe encontrar otras fórmulas que no conviertan lo legal en la máxima instancia ética de reconocimiento de los derechos del otro.
En el orden de la convivencia en un Estado democrático es preciso conjugar dos principios esenciales: el respeto a la dignidad de cada persona, con independencia de su tradición religiosa, y el respeto aquellas formas de vida o tradiciones en las que se reconocen los miembros de cada religión. El límite de todo reconocimiento siempre se encuentra salvar la dignidad de la persona. Desde ahí la tolerancia no es cualquier cosa, porque en los asuntos que afectan a la defensa de la dignidad de la persona se admite muy poca tolerancia, mientras que en las formas culturales de cocinar cada grupo étnico, por ejemplo, se acrecienta notablemente el margen de tolerancia. Con todo, corresponde a la sociedad civil articular cauces de deliberación ética sobre múltiples aspectos de la convivencia que a mi entender no deben plantearse en primera instancia desde el ordenamiento jurídico: pienso en el uso o no del velo islámico en las escuelas, por ejemplo. Pero en este entrenamiento del músculo ético todos nos encontramos en baja forma. Y ese es nuestro mayor desafío.
En los asuntos públicos el respeto de los derechos humanos es un paraguas en el que cabemos y convivimos todos, con independencia de la religión que se profese. En este caso quizá el Estado español es el que debe revisar seriamente sus políticas migratorias. La mercantilización de los inmigrantes es la cara grotesca que queda invisibilizada porque anteponemos nuestros miedos y confusiones. Mucho daño hizo aquella apreciación de que entre los refugiados sirios que entraban en Europa no todo era trigo limpio. La matanza de París en noviembre pasado confirmó esta opinión. Una cosa es el terrorismo de un reducido grupo de musulmanes extremistas, que en su cadena de horror fundamentalmente atentan contra sus propios hermanos musulmanes en los países árabes, y otra cosa es la convivencia en paz en nuestros barrios entre grupos diversos.
La integración de las personas musulmanas debe retocar nuestro marco ético y político de convivencia. Pero quizá también debería ir acompañada por la conversión, entendida como cambio de mentalidad de todos los ciudadanos que se exprese en una disposición progresivamente más amable y hospitalaria, a partir de lo mucho y bueno que ya se está construyendo.