La figura de Cortés tiene su base histórica en las bulas pontificias Inter caetera de 1493 formalizadas en el Tratado de Tordesillas de 1494, según el cual se dividió la globalidad del planeta, para ocupar España y Portugal su respectivo hemisferio. Correspondía a España un continente hasta entonces desconocido –las Américas–, y el mayor océano, el Pacífico, hasta ese momento ignorado. Esa operación de reparto del mundo fue sancionada por el Papa español Alejandro VI y revalidada después por Julio II.
En Tordesillas se planteó, como primer punto, la idea de Roma de que los pobladores de las nuevas áreas descubiertas habían de ser evangelizados como prioridad absoluta. Aunque bien es cierto que, para la prédica y cristianización, primero había que ocupar, y ahí estaba la labor más dura –y criticada no pocas veces–, de los conquistadores.
La Iglesia, sin dudarlo, defendió a los indígenas, con la protección más o menos efectiva de las Leyes de Indias de 1412 y 1444, cuya importancia se revela por las protestas de los encomenderos de las nuevas tierras y nativos que, a partir de cierto momento, se negaron a aplicar tales medidas. Las órdenes religiosas –sobre todo franciscanos–, tradujeron los catecismos a las lenguas nativas y aprendieron las hablas indígenas, para un contacto más directo con los nuevos súbditos de la monarquía. Las comunidades originarias solo pudieron pervivir, en gran parte, gracias al apoyo de la Iglesia.
Algunos hombres de la clerecía tuvieron un papel especial, como fue el caso del Tata Vasco de Quiroga, franciscano, que quiso establecer en las Indias la utopía de Tomás Moro: un caso único en la historia. Y otro clérigo notable, Bernardino de Sahagún, fue el verdadero fundador de la antropología, con sus estudios de las etnias y de la forma de vida de los indios, con la idea de explicarlas y preservarlas.
Los verdaderos explotadores de la situación de la conquista fueron los encomenderos y los criollos, hijos de españoles, que no podían tener cargos públicos porque se estimaba que podían ser propicios a la independencia de la corona.
Debate a petición del emperador Carlos
Entre 1550 y 1551 se mantuvo una gran polémica teológica y política entre el padre Bartolomé de Las Casas –llamado el apóstol de las Indias— y Juan Ginés de Sepúlveda, un humanista a carta cabal. Una larga discusión que fue conocida como la controversia de Valladolid, verdadera pugna que se originó cuando Las Casas se enteró de que Sepúlveda había escrito el opúsculo Democrates alter, justificando la encomienda como método de la implantación española en las Indias.
La defensa de dos tesis tan contrarias se convirtió en la clave para la legitimación o la denigración de la conquista, discutiéndose aún en nuestro tiempo quién ganó al final esa contienda verbal. Ambos próceres se consideraron victoriosos, por mucho que no hubiera resolución final y que para los trabajos de Ginés de Sepúlveda no se consiguiera autorización por entonces para ser publicados. Recuerdo que en Madrid, en el Teatro de la Abadía, pude ver una tarde una composición realmente formidable de aquel encuentro, obra del dramaturgo francés Jean-Claude Carrière, en la que los dos contradictores acababan haciendo tablas, por así decirlo.
La polémica se celebró en el colegio de San Gregorio de Valladolid, y el representante papal fue Salvatore Rourieri, que presidió a los dialogantes de manera ecuánime. Fue una de las controversias más largas y destacadas del siglo XVI, y se llevó a cabo por deseo expreso del emperador Carlos V.
La controversia, del lado de Bartolomé de Las Casas, partió de su reiteración de los argumentos expuestos en la Brevísima historia de la destrucción de las Indias, de gran incidencia a favor de la leyenda negra: un alegato pro evangelización y en contra de la colonia. Diatriba en la que Las Casas se mostró partidario de importar negros que trabajaran en lugar de los indios, sin avenirse a explicar que los negros eran tan seres humanos como los nativos de las Indias.
Por su parte, Ginés de Sepúlveda defendió a los encomenderos y la política de Cortés en México, basándose para ello en argumentos aristotélicos, según los cuales la guerra justa era causa del justo dominio personal, conforme al derecho de gentes. Considerándose justa esa guerra librada contra los indios, «porque si bien a los paganos en general, por el solo hecho de su infidelidad no se les puede atacar con las armas, sí se les puede obligar cuando en su idolatría usan prácticas inhumanas como el canibalismo de la Nueva España, donde cada año se solían inmolar para la satisfacción de los dioses y la ulterior antropofagia a 20.000 personas inocentes», según el historiador chileno José Joaquín Ugarte.
Por lo demás, la polémica de Valladolid tuvo un precedente en 1524, cuando se produjo en México un acontecimiento único: dos delegaciones de clérigos de élite de ambas religiones –la cristiana y la azteca–, entablaron una reflexión en torno a la naturaleza de Dios. El consejo español fue encabezado por un intelectual entregado a la fe y al ascetismo, fray Martín de Valencia, OFM, que acabaría sus días como ermitaño en un desierto del norte mexicano. Se propuso abrir los ojos a la clase sacerdotal nativa por los únicos caminos posibles: la tolerancia y el respeto a su credo.
Ramón Tamames
Autor del libro Hernán Cortés, gigante de la Historia (Editorial Erasmus)