La Navidad siempre me ha resultado una profunda contradicción. Celebramos con abundancia de comida durante días una noche en la que no hubo ni un mendrugo que llevarse a la boca. Envueltos en nuestras mejores galas, recordamos un nacimiento en un frío establo, donde no había ni una manta bajo la que cobijarse; heno y el calor despedido por los animales. Abrimos nuestras puertas de par en par a los familiares y amigos el día en el que a la Sagrada Familia le fue denegado el acceso a todas ellas. Celebramos felices una noche brutalmente dolorosa, porque María iba montada en un burro, por caminos pedregosos, con dolores de parto. Celebramos juntos a quienes estaban solos.
Quizá ahí radique la magia, en la contradicción. Porque celebramos con lo mejor que tenemos que nuestro Dios escogió precisamente lo peor para hacerse uno con nosotros. Una tesis interesante, pero reconozco que cada diciembre me vuelve a asaltar la duda de esta excesiva fiesta porque, realmente, la virtud siempre está en el medio. Estamos alegres de que nos haya nacido el Salvador, pero la celebración clave de nuestra fe no es a final de año, sino en el medio. Jesús habría sido un profeta más de no ser por que resucitó. Y pocas veces la Pascua se celebra con tal boato.

Podemos escudarnos en que finales de diciembre también marca el término del año y el arranque de nuevos propósitos —no para todos; hay años malos y futuros peores—. Y que este es el motivo principal por el que socialmente nos envolvemos en luces, turrones y brindis. Todos: creyentes y escépticos. También porque la Navidad ha derivado, para aquellos que rozan de soslayo el Nacimiento, en una jornada de reunión con la familia. De compartir y entregarse a aquellos que, se supone, siempre debes atender y tener cerca, pero que se exacerba especialmente en estos días, fruto de inputs publicitarios, especialmente. Porque no nos olvidemos; todo pasa por el marketing. Aunque, bien dirigido, genera recuerdos y momentos inolvidables. Pero no deberían relegarse a cuatro días al año.
He de confesar que mi abandono a la contradicción de la fiesta para celebrar la fragilidad se ha exacerbado en los dos últimos años con la gran fiesta de la Navidad que organiza en Madrid la Comunidad de Sant’Egidio. 1.100 personas repartidas en cuatro localizaciones de la capital comen, brindan y cantan villancicos juntas sostenidas por más de 300 voluntarios que se afanan en que no falte detalle. Ni la estrella llena de purpurina en la copa de sidra.
Esta es la segunda vez que voy a servir mesas. En la iglesia de las Maravillas, en plena plaza del Dos de Mayo, el banquete del altar se transforma, literalmente, en un banquete de embutidos, quesos, langostinos, consomé y guiso de ternera. Los voluntarios ni comen; un trozo de chorizo al vuelo entre bandeja y bandeja; pero lo importante es que los invitados a la mesa se sientan queridos, atendidos y, en definitiva, en casa. Los ayudantes de Papá Noel aparecen con sacos de arpillera llenos de regalos personalizados para cada uno y nadie se queda sin lugar en la posada. Esta Navidad, sin ir más lejos, una decena de transeúntes sin un lugar caliente donde celebrar, y a los que no esperábamos, compartieron risas con nosotros.

Como decía Tíscar Espigares, la responsable de la Comunidad de Sant’Egidio en Madrid, aquella es una fiesta que engloba todo el orbe. En la mesa en la que yo servía, había un chico eritreo que hizo migas con Julio, un señor aparentemente huraño pero que no perdió de vista el bienestar de la zona de los más pequeños, en la que insistió en sentarse; no había niño sin su bebida de naranja.
Quizá sea en esas casi ocho horas de entrega donde comprendo por qué no debe faltar detalle para celebrar al Niño envuelto en pañales en un frío establo. Que alguien se haya pasado días de su vida recortando arbolitos de Navidad para meter cubiertos significa que, ese día, a esa hora, ha entregado por desconocidos lo más valioso que tiene: su tiempo.
Y al igual que el chico eritreo; la familia filipina; los cuatro senegaleses; el madrileño que pernocta en el cajero; la mujer rumana que carga con su carro de la compra en el que guarda sin que la vean los platos sucios, pero de color dorado; la española que pide que no se tiren los vasos navideños, que ella los lava; el hombre ucraniano que saca su armónica y pone a bailar a dos niñas rubias… nuestros hermanos, tíos, primos, abuelos, vecinos, amigos, cuñados, sienten la entrega del cuidado después de cuatro horas de horno y un cordero aromático.
El reto para que se me quite este sinsabor de cada diciembre es que la magia de la Navidad, la ternura que nos envuelve al pensar en ese recién nacido, impregne también el 26 de diciembre. Y el 27. Y todos y cada uno de los días del año.
Feliz Navidad. Cada día.