Hace unos días, estando en la recreación, me di cuenta de que casi todas las monjas estábamos esperando algo: el resultado de unas pruebas médicas, que cambiara el tiempo, la visita de unos familiares, la fecha de un encuentro de formación… Esta conversación despertó en mí recuerdos cargados de emociones que están muy grabados en mi memoria.
Se trata de vivencias que tuve la primera vez que me separé de mi familia, a los 9 años. Me enviaron, junto con mi hermana, a un campamento de verano en Santoña. Yo era la más pequeña del grupo y echaba mucho de menos a mis padres. Todas las tardes tenía lugar una especie de rito. Las niñas nos sentábamos en el suelo y una monitora se acercaba llevando en la mano un montón de cartas y paquetes. Con cierta solemnidad iba pronunciando diferentes nombres: Manuela, Carmen, Alicia…
¡Con qué ilusión esperaba yo todos los días escuchar el mío! Indicaba que de casa nos habían enviado un paquete. Solían ser dulces: chocolate, galletas, caramelos… El contenido era lo de menos, lo esencial para mí era tener la certeza de que mis padres no me habían olvidado, que me seguían queriendo. Entonces la soledad y la tristeza que sentía quedaban llenas de presencia, cercanía, amor. Sería bueno pararnos de vez en cuando y preguntarnos: ¿Qué espero y de quién lo espero?
Todos experimentamos el deseo de alegría, amor, esperanza, descanso… y lo buscamos por diferentes caminos. Para nosotros, los cristianos, la respuesta a todo eso se concentra en una persona: Jesucristo. Dichoso el que no sabe recurrir a otro que no sea él y el que, en todo, sabe acudir a él, a Aquel que dijo: «Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados y yo os aliviaré». Se trata de una llamada ahí donde sentimos todo el peso de nuestra vida.
Jesús está plenamente convencido de que es el único que nos puede ayudar definitivamente y no pone ninguna condición, solo le importa ver que tiene delante uno que sufre, que eres tú y que soy yo.